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BHL

En tiempos en los que eso del «esfuerzo del pensar» –que dijera Hegel– no goza del prestigio que ostentara en otras épocas, recurro a la singular figura de Bernard-Henry Lévy, ese judío de cuna argelina pero de inconfundible estirpe parisina, que ha logrado, a pesar del número de sus detractores, que el «intelectual» siga ocupando un papel algo más que decorativo en nuestras modernas sociedades.

Sucede con Lévy como con los ordenadores, los móviles o el mando a distancia. Pareciera que siempre hubieran estado aquí, haciéndonos la vida más fácil. Y como en estos casos, posiblemente con el pensador también nos sucederá que solo lo echaremos de menos cuando no podamos acudir a él –aunque solo sea para denigrarlo–, en el preciso instante en que su voz no acuda solícita a atender nuestras preguntas.

Ya andaba Lévy a sus veinte años respirando el mayo francés. Y a pesar de que, como él mismo reconoce, solo inhaló los aires de la última revolución intelectual del XX de un modo parcial, su contacto fue lo suficientemente intenso como para poder decir –cosa que él inteligentemente no hace– a todos aquellos que hoy se vanaglorian de haber hecho huelgas, pintado aquello de «prohibido prohibir» en las universidades o haber corrido delante de los grises: «Yo estuve allí».

En realidad, ya entonces, estaba en otra cosa. En Bangladesh, por ejemplo, de cuya experiencia revolucionaria extrajo sustancia para escribir –con solo 25 años– su primer libro: La barbarie con rostro humano, una obra representativa de aquel periodo en el que «los nuevos filósofos» –entre los que se alineaba, junto a Benoist o Glucksmann– no se arredraban ante la generación de grandes maestros europeos del periodo: los «posmodernos» Althusser, Derrida, Deleuze, Baudrillard, Vattimo...

Una treintena de obras cruza la trayectoria de BHL, como se le identifica especialmente en Francia, ese país en el que a los grandes aún se les reconoce sin más por sus siglas. Entre aquellas, de los más diversos géneros –novela, ensayo, cine, reportaje…– no faltan algunas para olvidar. Pero eso sea quizá lo de menos. Lévy es un escritor «en situación», como Sartre, el poliédrico pensador al que el autor de Las aventuras de la libertad consagrara un voluminoso y brillante volumen.

De ahí su inclinación a estar en el centro de los conflictos que asolan el mundo, allí donde el Mal revestido de los más diferentes trajes, se confabula para hacer infeliz al ser humano. Sudán, Angola, Colombia, Sri Lanka, Burundi, Bangladesh, Afganistán, Pakistán... Nombres de países sembrados por el odio y la injusticia que han merecido la mirada analítica y seductora del observador en su afán de describir, de pensar la realidad de su tiempo, despreciando –al menos aparentemente– los cantos de sirena de la posteridad. De ahí también su tentación por la política activa, de la que en ocasiones reniega y que tanto, a su pesar, lo acerca a JPS. Y es que no le han bastado su radical crítica al marxismo, ni su pro-americanismo condicional, ni su apariencia aseada de eternamente joven profesor, para que muchos podamos dejar de asociarlo con el creador de La Náusea.

Su reivindicación del «compromiso» del intelectual, su afán polemista, su ubicuidad mediática, que le permiten aparecer al mismo tiempo en una tertulia sobre la guerra de Irak en prime time en la televisión francesa mientras una veintena de rotativas a lo largo y ancho del mundo imprimen textos salidos de su pluma para suscribir o rechazar las más diversas causas, configuran una compleja y arrolladora personalidad más allá de su estampa de personaje bien pagado de sí mismo.

BHL molesta, inquieta y hasta exaspera en ocasiones. Pero precisamente intelectuales como él son los que necesita la a menudo insulsa y aséptica opinión de Occidente. Voces que claman, por fortuna, no siempre en el desierto.

[19 de diciembre de 2003]

Hermesiana

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