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ОглавлениеUn hombre bueno
«Después, uno se arrepiente de haber sido tan bueno». Así reflexionaba Hitler en el ocaso de su vida, mientras tres frentes del Ejército Rojo sitiaban Berlín. «Bueno». Qué tipo.
Eran ya los tiempos en los que la guerra hacía mucho que se había dado por perdida, la propaganda nazi carecía de toda credibilidad para los alemanes, pero en los que aún el dictador trazaba imaginarias batallas con ilusorios ejércitos antes de lanzar la última ofensiva que le granjearía la victoria al III Reich. Hitler, el visionario, el cruel hombre enfermo consumido por el párkinson y por su fiebre imperialista y antisemita, daba –como dicen gráficamente los taurinos, de los que cabe salvar al menos alguna metáfora– las últimas boqueadas.
Pero aún así, ningún síntoma de culpa le asaltó. De hijo del Destino había llegado a convertirse en su máximo pontífice y Señor. Había llevado sobre su espalda la labor ciclópea de poner a la Gran Alemania en el carril de la Historia que por su origen divino le correspondía. Los judíos no fueron en esa tarea más que una cabeza de turco, el polo opuesto y bien reconocible de su dialéctica de la Destrucción. El delirio antisemita del Reich es el polo más visible de la neurosis colectiva del país durante aquellos años, pero no su único causante ni, en definitiva, su exclusiva consecuencia. Historiadores recientes han analizado el factor económico a la hora de explicar la pervivencia del nazismo durante nada menos que 12 años, la escasa resistencia a la que tuvo que hacer frente a nivel interno. En una Europa en crisis, en una Alemania asolada económica y moralmente (humillada), la figura de Hitler fue más que la de un loco iluminado. El Führer, el guía, no hizo más que canalizar la heterogeneidad de sentimientos e intereses de toda una nación. Incluyendo, cómo no, los intereses económicos. «Yo no he obligado a nadie a ser mi colaborador, lo mismo que no hemos obligado al pueblo alemán. Es él quien ha delegado en nosotros –dijo Goebbels en 1933 para añadir a continuación–: ¡Pero cuando nos marchemos, temblará el orbe terrestre».
El orbe terrestre, sin embargo, ya había temblado antes de que la primera bandera soviética ondeara sobre el Berlín liberado. Había empezado a hacerlo mucho antes de que un Hitler cansado se paseara por su búnker atiborrándose de chocolate y tarta ante el estupor de sus escasos fieles. Cincuenta millones de muertos forman un nada desdeñable temblor. Y Hitler lo sabía. La gran purificación, el Holocausto, no podía ser sino un colosal baño sangriento. Para la retórica nazi, los alemanes recogían el testigo dórico de sus padres grecolatinos. Un cuadro que completaba la rica y compleja mitología nórdica. Griegos, romanos, celtas, un batiburrillo mítico que sumado a un evolucionismo darwinista distorsionado y a la concepción del hombre-masa fue capaz de engendrar centauros ideológicos de consecuencias insólitas en la historia de la Humanidad. Hitler se presentaba a sí mismo como un liberador, lo que es norma general entre todos los grandes tiranos, con la particularidad de que poseía una contagiosa y perversa visión del mundo que encandiló en sus inicios a millones de personas de toda condición. Del obrero al mayor filósofo del siglo XX: Martin Heidegger.
En la última semana de abril del año 45 –Joaquim Fest lo cuenta muy bien en El hundimiento– Hitler aún no había tirado la toalla. Su visión pangermánica convertida en pesadilla ilustrada había visto desfilar a las legiones del futuro por las calles de media Europa. En muchos casos, sin apenas resistencia. No es de extrañar que en sus últimas horas se acordase de sus hermanos ingleses para maldecir a ese demócrata fanático de Churchill, el único, con el permiso de Stalin, capaz de superarle en obstinación a la hora de ganar la guerra.
Los restos de Adolf Hitler nunca fueron encontrados aunque se supone que fue incinerado. Hoy recordamos al «hombre bueno» y seguimos sintiendo temor y temblor por su memoria. Por lo bueno que era el desgraciado.
[20 de mayo de 2005]