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Historia de un exilio

La guerra obligó al señor Lihn a huir con lo único que tenía, su pequeña nieta y una maleta con sus escasas pertenencias. Atrás quedaban su pueblo, su pasado, sus muertos, sus viejas certidumbres.

Tras un largo viaje en barco, el anciano, sujetando siempre a la nietecilla contra su pecho, divisó por primera vez el país de acogida, las altas grúas, las bandadas de gaviotas, el humo de las chimeneas, el bullir frenético. Nada que ver con la tierra de promisión: simplemente el destierro.

Era una tierra sin olor.

En el albergue en el que es acogido comparte techo con dos familias de su país. Son jóvenes e irascibles. Y no sienten el menor respeto por el viejo, del que se ríen sin mucho disimulo. Pero, es lo único que lo ata a su pasado. A él y a su nieta. Esa lengua familiar, tan distinta de esta otra irreconocible que todo el mundo se empeña en arrojarle a los oídos.

Hasta que cierto día, el señor Lihn, aterido de frío con su nieta en brazos, conoce a un nativo en uno de sus temerosos paseos por la manzana. Podría ser un francés, un norteamericano, o, por qué no, un español. Es un hombre afable, triste pero que no puede esconder sus inmensos deseos de comunicarse con alguien, de tejer con palabras un paño con el que enjugar su soledad. El señor B habla y habla, pero Lihn no entiende una palabra.

Mas, a pesar de ello, en las inflexiones de su voz, en los gestos que acompañan a cada frase, en el brillo de los ojos que escudriñan al emigrado, y se posan sobre la nieta del anciano, el señor Lihn advierte la calidez familiar del que muy pronto habrá de convertirse en su amigo.

Así, poco más o menos, se desarrollan las primeras páginas de La nieta del señor Lihn, la última novela de Philippe Claudel, el autor de Almas grises. Se trata de una novelita escrita con sencillez que aborda cuestiones tan profundas y complejas como la emigración, vista, o más bien insinuada ahora a través de la figura de un viejo ¿chino?, ¿vietnamita?, ¿camboyano? –es lo de menos– que se ve obligado a dejar su aldea, rumbo al llamado primer mundo, para salvar a su pequeña nieta del dolor, el hambre, y en último término, la muerte.

La historia de este hombre –al igual que la de millones de personas hoy en todo el mundo– daría para una gran epopeya. La guerra, la desaparición del hijo y la nuera, la desolación, la huída, el viaje transoceánico, la inminencia de lo desconocido, el desarraigo... Cabe imaginar pocas experiencias más desalentadoras.

Pero Claudel huye de lo épico para adentrarse, pese a la aparente simplicidad, en los cercados de una historia entrañable que se alimenta de la amenaza que le permite avanzar. Algo, percibe el lector, tiene que ocurrir que convertirá a la guerra, el destierro y la indiferencia de un mundo deshumanizado en meras anécdotas. El futuro del señor Lihn y de su nieta pende de repente del débil hilo que une al anciano con un hombre al que no entiende y cuyo nombre ni siquiera conoce.

La nieta del señor Lihn es un cuento moderno sobre el exilio. Y un grito mucho más elocuente que cualquiera de las crudas imágenes que nos ofrecen a diario los informativos sobre la necesidad de convertir en habitable un mundo superpoblado, según feliz expresión de Mariano Picón Salas, de «cuerpos ocupados y almas vacías».

[27 de octubre de 2006]

Hermesiana

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