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Capítulo -3- El encuentro

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Después de recorrer unos veinte kilómetros aproximadamente, desde que se alejó del centro de la ciudad, el piloto divisó desde el aire, el camino secundario que pasaba delante de los portones de entrada a la gran estancia. El casco principal estaba a un kilómetro de la ruta, hacia adentro y se comunicaba por medio de un camino asfaltado, con árboles de araucarias de ambos lados, dándole al lugar un aspecto acogedor.

El piloto dirigió el aparato hacia la parte trasera de la hermosa e imponente mansión de dos pisos, la cual estaba rodeada de enormes jardines, con una pileta olímpica en su parte posterior y una cancha de tenis más atrás. En la parte delantera del edificio, estaba ubicada una gran fuente de agua, adornada con tres angelitos y cada uno sostenía una vasija sobre el hombro derecho, de la cual vertían agua hacia su centro. La fuente estaba circundada por el camino de acceso a la mansión y todo el perímetro del lugar estaba rodeado por cinco filas de árboles frondosos, que impedían que el edificio pudiera ser visto por cualquier persona, desde la ruta.

El piloto ubicó el helipuerto marcado con un círculo rojo y dirigió el aparato hacia ese lugar, descendió suavemente hasta tocar tierra firme; Chávez bajó rápidamente del aparato, seguido de sus tres compañeros, cuando se alejaron unos diez metros, el piloto elevó el helicóptero y rápidamente se alejó, hasta perderse de vista.

El Ronco miró hacia todos lados y lanzando un silbido, comentó:

—¡Pavada de palacio tiene tu amigo!... ¡Qué lindo es vivir así!

Antes de que Chávez pudiera responderle, se acercó a ellos un señor alto, delgado, de cabellos canosos, perfectamente vestido con un traje negro, camisa blanca y moño negro y se presentó.

—Buenos días señores. El señor me indicó que los reciba y me ponga a disposición de ustedes.

—Gracias señor, mi nombre es Chávez, él es el Ronco, el Flaco y Alberto.

El hombre de negro se inclina saludando y extendiendo la mano respondió:

—Mi nombre es Pablo Baudín y soy el mayordomo, encargado de todo lo que sucede en la mansión y la mano derecha del señor… Y como él me indicó, los llevaré a sus habitaciones, donde ya tienen todo preparado, para que se higienicen y se cambien la vestimenta… Ahora si ustedes tienen la amabilidad de seguirme, les indicaré sus habitaciones.

Los cuatro siguieron al mayordomo hacia el edificio, cuando entraron se encontraron con un amplio salón, luego los guio por una gran escalera, con peldaños de mármol blanco y la baranda de madera, trabajada finamente en cedro, que los condujo al primer piso. Cuando llegaron delante del pasillo que comunicaba con las habitaciones, les dijo.

—Usted, señor Chávez, tiene asignada esta suite, en la que encontrará todo lo que necesite para su higiene personal y distintas prendas, además de los trajes que el señor mandó a pedir, de acuerdo a las medidas que usted le indicó… Cualquier otra cosa que necesite, no tiene más que pedírmelo. A usted señor —dirigiéndose al Ronco— Le corresponde esta suite, que está al lado de la del señor Chávez. —Y mirando al Flaco y a Alberto, les indicó—. A ustedes les corresponden estas dos suites, que están en frente y allí cada uno encontrará todo lo que necesiten, igual que le expliqué al señor Chávez. Dentro de una hora los vendré a buscar, para llevarlos donde está el señor esperándolos. Les repito que cualquier cosa que necesiten, no tienen más que llamarme por el teléfono interno, ahora los dejo para que ustedes se ubiquen.

Chávez le dio las gracias y el mayordomo se retiró, dejándolos solos.

—¡Bueno, muchachos! Vamos a cambiarnos y dentro de un rato nos reunimos.

—Tiene razón Chávez, saquémonos está mugre que tenemos puesta —respondió Alberto—. Pero también tiene razón el Ronco. ¡Qué lujo tiene tu amigo! Aquí se ve que hay plata.

Chávez, ignorando el comentario de Alberto, se introdujo en la habitación, cerró la puerta, observaba el lugar que estaba amueblado con el buen gusto de algún decorador, mira el placar que esta abierto y en él estaban colgados tres trajes de distintos colores, además de camisas, corbatas, medias y ropa interior prolijamente acomodada. Hizo un gesto de aprobación y se dirigió a la ventana, se quedó un instante mirando el hermoso paisaje que se apreciaba desde allí y su mente lo lleva volando de regreso a la prisión, que habían dejado apenas una hora atrás, vio las rejas, los altos muros, el tiroteo final, antes de salir de ese infierno y se prometió a sí mismo, en voz baja. “A ese lugar no vuelvo nunca más”. Se quedó pensativo otro minuto y reaccionando se sacó la ropa, quedando solamente con el calzoncillo, dobló la ropa sucia y la colocó sobre una silla, fue hacia el baño, se introdujo parado frente a la ducha, se sacó el calzoncillo, lo tiró a un costado, abrió la canilla y apoyó las manos contra la pared, dejó que el agua tibia recorriera su cuerpo. En esa posición estuvo largo rato, hasta que por fin decidió bañarse, mientras silbaba una vieja canción.

Del poder a la cárcel

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