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Rafael Maya y el paraje ameno (locus amoenus)

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El poeta colombiano más difundido en las revistas de circulación nacional durante los años veinte es Rafael Maya (1897-1980). La dedicatoria del primer poema publicado por Aurelio Arturo en 1927, un comentario crítico de Rafael Maya en 1932 y su presencia en el jurado que le entregó a Arturo el Premio Nacional de Poesía en 1963 testimonian el vínculo editorial entre ambos autores. Maya publica en 1925 su primer libro, Mi vida en sombra, del cual el mismo autor dirá más tarde que “puede entenderse como una liturgia de la tierra” (1972: 8). Liturgia de la tierra quiere decir, para su caso, la celebración devota, y en el recurso a las formas clásicas de versificación, rigurosamente formal, del paisaje rural que conoció en la infancia payanesa.

Este paisaje guarda, según Maya, “afinidades entrañables” con el paisaje virgiliano. De ahí que en los poemas de Mi vida en sombra acuda una y otra vez al tópico virgiliano del “paraje ameno” (locus amoenus). Según informa Ernst Robert Curtius, el paraje ameno constituye, junto con la selva mixta, el paisaje ideal que Homero, Teócrito y Virgilio legan a la posteridad literaria (1993 [1954]: 200). En los dos últimos el paraje ameno es el escenario de la poesía bucólica: “[...] un fragmento de naturaleza bello y sombreado. Su composición básica consiste en un árbol (o varios), un prado y una fuente o arroyo. A ellos pueden añadirse canto de aves y flores. La versión más detallada incorpora además el soplo de viento” (Curtius, 1993 [1954]: 202).40 El Virgilio de las Bucólicas (40 a. C.) prosigue en realidad la tradición helenística del idilio campestre, el cual, en su acepción originaria, designa un subgénero épico-lírico cultivado por Teócrito (siglo III a. C.) en el que se tematiza la vida en armonía del hombre con la naturaleza mediante la figura del pastor y un paisaje idealizado.

Rafael Maya se sitúa conscientemente en esta tradición e incluye por doquier en los versos de Mi vida en sombra “campos labrados” y “floridos” (1972: 59, 48; “Vida nueva”, “Tú”), huertos amenos (21, 57; “Salutación”, “Odisea”) y jardines (18; “Volvamos al jardín”). Cuando, en cambio, se trata de cantar la naturaleza intocada, el elemento correspondiente se nombra a partir de sus cualidades bienhechoras. “La voz del agua” es un excelente ejemplo de cómo un elemento natural está retratado en la faceta que garantiza su coexistencia pacífica con el hombre (1972: 16):

Yo soy el agua azul de la montaña,

nací en un hueco del breñal salvaje

y no llevo ni espumas de coraje

ni al caminante mi cristal engaña.

No me desbordo con rugiente saña

ni a vastos mares enderezo el viaje;

sólo copio los tonos del paisaje

y sólo huertos mi corriente baña.

Y humilde y en silencio, mi destino

es ser buena y cordial; ser agua pura

a través de la hierba del camino.

[...]

La ciudad, sobre el trasfondo del interés en el idilio campestre, funciona como el opuesto ruidoso, donde la tristeza y el desengaño, a diferencia de lo que ocurre en el “campo fiel”, espantan cualquier pasión amorosa (Maya, 1972: 38; “Agreste”); le cabe, si acaso, un lugar en el espectáculo visual de una pampa lejana rodeada de sierras (1972: 24; “Clara y lenta”) o, con más distancia aún, en la memoria de un antiguo habitante con nostalgia de “herbosas calles henchidas de fragancia / colonial” (27; “Ciudad lejana”), pero es sobre todo el espacio del que conviene retirarse si lo que se busca es la “paz dichosa” (68; “La escondida senda”).

Este espacio idílico se perfilará en Maya cada vez más claramente como una crítica de la modernidad en cuanto que modernización industrial y política, y en cuanto que fractura de un orden clásico y de su respectiva unidad entre principios morales, estéticos y metafísicos. En un elogio de la poesía romántica de la Colombia decimonónica –“momento en que el genio colombiano se identifica con la historia nacional y con el paisaje nativo”–, Maya se lamenta de que “los progresos de industrialismo, la influencia de corrientes políticas y sociales” suelan traer “conceptos materialistas del hombre y de la cultura” y propaguen un “despiadado naturalismo” (1954: 280).

Uno de los poemas que mejor ejemplifica esta reacción conservadora se titula “Rosa mecánica” (1972: 201-216), incluido en el libro Después del silencio (1938). En él, el autor relata la desaparición de un mundo en el que personificaciones de la mecanización moderna –“Rosa Mecánica”, “Vara de Acero”, “Los Ruidos”– se autoelogian ante los representantes del mundo orgánico y perecedero. Después del estruendo apocalíptico, solo tienen voz “Tallo de Hierba” y “Escarabajo Azul”: “Artefactos y mecánicas / ¡todo acabó! / pero se sigue escuchando / mi rumor”, dice, en tono triunfalista, este último (1972: 216).

Esta crítica a la modernización supuso a su turno la descalificación de la modernidad poética. Todavía en la década del cuarenta Maya denuncia la irrupción del versolibrismo como síntoma del desorden del “espíritu humano”. Versos “bien medidos” solo serán posibles, vaticina, “cuando el espíritu humano retorne al orden [...]. La ortodoxia métrica significará la aceptación, por una vez más, de los fundamentos clásicos del espíritu y de las bases de justicia, libertad, orden y jerarquía en que han descansado siempre las sociedades” (citado por Jiménez, 1989: 22).

En la mención del “orden” y la “jerarquía”, Maya no oculta lo que Gutiérrez Girardot denomina “su fidelidad al mundo señorial” (1982: 508). Esta fidelidad, así como los poemas, las formulaciones poetológicas y la orientación política de Maya distan considerablemente de lo que ocupaba a Aurelio Arturo a finales de los años veinte. Un espacio transformado por el progreso, convertido, por ejemplo, en una “ciudad futura”, en modo alguno linda con el oasis bucólico de Maya. La sociedad señorial –la que le da al señor “una ventana” por donde mira “siempre la faena lejana” (1972: 69; “La senda escondida”)– es por su parte la antítesis de la ciudad sin cúpulas del poema arturiano a Lenin. La militancia estética americanista, finalmente, se proyecta en una dirección contraria a la de la glorificación del arte nacional decimonónico. El espacio telúrico arturiano difiere, pues, del espacio idílico presente en la obra de Rafael Maya. No obstante estas diferencias, el poema con el que Aurelio Arturo ilustra de modo más explícito dicha militancia es “Ésta es la tierra”, un poema que, como se verá, recurre a elementos idílicos.

Antes de pasar a su análisis e iluminar con él la paradoja de un idilio no señorial, conviene hacer referencia a otro espacio que en su momento también reclamaba la condición de americano y que se encuentra en las antípodas del paraje ameno: el “infierno verde” de la selva.

Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX

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