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José Eustasio Rivera y la selva

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El mismo Rafael Maya le atribuye a José Eustasio Rivera (1888-1928) el mérito de haber contribuido a que los escritores de América comenzaran a “enraizar su conciencia, su pensamiento y su pluma en las entrañas de la tierra americana” (1955: 13). Maya no tiene en mente solo a La vorágine (1924), sino también a Tierra de promisión (1921), un libro de cincuenta y cinco sonetos que le valió a Rivera, tres años antes de que publicara su célebre novela, el título de “poeta de América” (Neale Silva, 1960: 180, citado por Jiménez, 2002b: 38). El autor huilense atiza con ambas obras la discusión de los años veinte en Colombia sobre la expresión americana y nutre con ello el contexto dentro del cual Aurelio Arturo publica sus primeros poemas y declaraciones.

La naturaleza americana que retrata Rivera es la selva, esto es, el polo opuesto del idilio pastoril cantado por Maya. Su ambientación narrativa en términos de infierno verde en La vorágine pasa primero por una elaboración lírica en Tierra de promisión consistente en descripciones pictóricas de la fauna y la vegetación, así como, en menor medida, de los indígenas y del propio hablante lírico. Los lugares mencionados del espacio selvático –ríos, charcas, orillas, farallones, peñascos, madrigueras, árboles– vienen dados por los entornos inmediatos de los protagonistas, esto es, de los seres humanos y de los numerosos animales –garzas, caimanes, boas, tigres, nutrias, cóndores, águilas, entre muchos otros–.

En general, los sucesos tienen que ver con el acaecer natural del mundo de la selva con independencia de la intervención del hombre, como por ejemplo la caza entre animales. Los versos con que abre el libro hacen referencia a la acción de reflejar: “Soy un grávido río, y a la luz meridiana / ruedo bajo los ámbitos reflejando el paisaje” (Rivera, 1955 [1921]: 15). En ello se anuncia ya la predominancia de la visualidad en los versos subsiguientes. El entorno selvático pasa de manera preferente por los ojos del hablante lírico, quien, por ejemplo, dice del cielo nocturno que cabe en sus “pupilas” (1955: 48) o exclama que todo lo ve ante el horizonte divisado desde un alto (1955: 51). “Fulgor”, “resplandor”, “brillo”, son palabras que se repiten con profusión en los poemas. Esta actitud pictórica se corresponde en realidad con una concepción de lo que, como tierra de promisión, sería el auténtico espacio americano: la selva virgen, la naturaleza que permanece al margen de la existencia moderna.41

Esta selva virgen es en La vorágine “selva sádica” (Rivera, 1976 [1924]: 143). Con la novela de Rivera se instala en la literatura hispanoamericana el tópico del infierno verde, la selva como el locus terribilis en las antípodas del locus amoenus (cf. Gutiérrez Girardot, 1978: 889). El recorrido de Arturo Cova, narrador de la novela, por la naturaleza selvática de los Llanos orientales colombianos no es propiamente un paseo contemplativo: la selva “traga”, se dice una y otra vez. El ojo retratista de Tierra de promisión cede el lugar a un cuerpo febril, encarcelado y al mismo tiempo perseguido que termina sucumbiendo a las fuerzas casi mitológicas de una naturaleza representada en su aspecto violento.

Esta violencia es de doble vía: “mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él” (Rivera, 1976: 109), o, como dice un personaje: “La selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre” (1976: 109). Rafael Gutiérrez Girardot interpreta dicha violencia como una de las consecuencias de la modernidad en las variantes del nihilismo y de la expansión capitalista del egoísmo y la sed de lucro (1994: 97). La selva sería entonces la representación plástica, la metáfora de semejante transformación histórica. En La vorágine de Rivera, dice Gutiérrez Girardot, “el arte supo dibujar un estado social complejo [...] sobre la larga descomposición de los países hispanoamericanos en general y de Colombia en particular” (1994: 100).

La selva como paisaje virginal ajeno a la modernidad, o como escenario de la violencia social que resulta de las dinámicas de esta misma modernidad, configuran el extremo opuesto al paraje ameno del idilio pastoril y señorial ensalzado en los poemas de Rafael Maya. Entre ambos polos de denotación del espacio –el espacio selvático y el espacio idílico– hay que situar los intentos arturianos de representar el espacio telúrico, esto es, de hacer poemas “sustentados en la tierra”. Del espacio idílico, puede anticiparse, Aurelio Arturo toma un topos que le permite dignificar la tierra americana, más allá de que las referencias a las guerras civiles y a las correrías no siempre pacíficas de personajes rurales den cuenta de un espacio muy poco propicio para la idealización bucólica, y más allá de que el entusiasmo socialista dé poca cabida a la nostalgia por la sociedad señorial. Por el contrario, tanto la selva virgen premoderna como la selva de la violencia moderna quedan descartadas de la representación del espacio telúrico. Ambas carecen de interés para un autor en cuyos primeros poemas es ya perceptible no solo la simpatía con los incipientes procesos de modernización, sino también la adhesión a utopías deudoras de la creencia en el progreso.

Aurelio Arturo y la poesía colombiana del siglo XX

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