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Yo y un alemán
ОглавлениеLa carambola y la gramática.
Poco después que yo, ha venido a la misma casa un joven alemán. Hizo una introducción con un pantalón a rayas negras y blancas, una americana azul, orlada de cinta, y una corbata verde. Nos dio la mano uno por uno a todos los huéspedes y nos dijo:
—Mi nombre es Fulano de Tal.
Luego nos ofreció pitillos y nos los encendió en la llama de un mechero automático.
Este alemán y yo somos los dos extranjeros del boarding-house. Él sabe algo de inglés. Yo no sé nada. Él, estudia diez horas al día. Yo, no estudio ninguna. Sin embargo, llegamos al salón y yo le quito la cabeza, que decíamos en Madrid. Yo miro, acciono, sonrío. Yo digo una cosa, y si no me la entienden, la digo de otra manera y luego de otra, hasta que me hago entender. El caso es que yo converso horas y horas con esta gente. No sé cómo, pero converso. Pasamos el rato de un modo muy entretenido, y las señoras de la casa dicen que yo soy un hombre muy interesante. ¡Thank you, very much!
En cambio, el alemán no da una. Quiere decir algo, y si no lo sabe decir, se calla.
—Usted —me dicen todos— hablará inglés mucho antes que el señor.
Pero esto es inexacto. Yo no tengo más que la fantasía. ¡Ah! Si se tratara de inventar el inglés, yo lo inventaría antes que el alemán; pero se trata de estudiarlo, y yo no tengo capacidad de estudiar. Dentro de seis meses el alemán hablará inglés y yo seguiré siendo muy expresivo.
El alemán tiene tres libros muy grandes, ¡muy grandes! Yo tengo un manualito de bolsillo —El inglés en ocho días— que me ha costado un chelín. El alemán lo ha mirado con desprecio y me ha dicho:
—Ese libro es muy pequeño.
El alemán coge sus tres libros y se pone a estudiar. De cuando en cuando mira al techo con un aire muy estúpido. Luego cierra sus puños, unos puños enormes, y comienza a darse golpes en la cabeza. El alemán lucha con el inglés a puñetazos. Pues bien; lo vencerá. Sus puños son fuertes, su voluntad es recia. Al cabo de seis meses, el alemán habrá conseguido meter los tres volúmenes de inglés dentro de su cabeza de teutón, cuadrada y brutal.
Yo le admiro a este alemán y él me admira a mí.
—¡Si yo tuviera la capacidad de estudio que tiene usted! —le digo.
—¡Si yo tuviera su imaginación española!
Muchas veces nos ponemos a jugar al billar. Yo lo majo indefectiblemente. El alemán juega también a puñetazos: da unas tacadas terribles, que con gran frecuencia hacen saltar las bolas al suelo. Las carambolas que sabe no las falla nunca; pero en cuanto se encuentra ante una carambola inédita, no se le ocurre nada más que darse de puñetazos en la cabeza. Su juego es seguro, pero grosero e inelegante. Le faltan estas dos condiciones de los buenos billaristas: la imaginación y la soltura: la souplesse, que dicen los franceses. Yo, muchas veces, pierdo una carambola que él no hubiera perdido jamás. Luego hago una carambola de fantasía, inesperada, original, elegante, y el alemán se queda loco.
—Juega usted muy bien —me dice.
—No. Dentro de seis meses, usted me ganará.
El alemán me ganará a todo dentro de seis meses, porque es un hombre de tenacidad y de estudio, mientras que yo soy un repentista, un improvisador, un hombre del momento. Por el momento soy yo el que triunfa, tanto en la sala de billar como en el salón de conversación. El alemán está derrotado completamente. Ha fracasado su inglés, han fracasado sus pasabolas, ha fracasado su pantalón a rayas negras y blancas, su corbata verde, su americana de trencilla, su encendedor automático… Yo le ofrezco estos pequeños laureles, cosechados en una casa de huéspedes inglesa, al espíritu latino, que es mi espíritu, y le aconsejo al alemán que no se desaliente. Siga haciendo saltar las bolas con la bárbara fuerza de su taco, y siga golpeándose la cabeza teutónica ante los tres enormes volúmenes de inglés. El porvenir, ¡ay!, es para los hombres del Norte.