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La batalla del hombre con la ciudad

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Una especie de Guadalajara.

Los que no han salido nunca de su pueblo, o los que han salido únicamente de un modo incidental, no conocen una lucha terrible, espantosa, que hay que sostener cuando se va por el mundo: la lucha del hombre con la ciudad. En esta lucha se obtienen triunfos y se sufren derrotas alternativamente. Es una lucha más o menos larga, según. Al final, si se vence, no es nunca sin haber experimentado todos los quebrantos subsiguientes a una batalla tan ruda.

César llegó, vio y venció; pero aquello era muy distinto. Quisiera yo verle aquí, en Londres, sin dinero y sin soldados, teniendo que entenderse por señas con la gente, porque aquí no se habla latín. Yo tengo ya cierta experiencia de la lucha con las ciudades. En Constantinopla, la ciudad me ganó. Estuve allí cuatro o cinco meses luchando con lenguas extranjeras y comidas indigestas. Llegué ya a sentirme sin ánimos para continuar y emprendí una retirada más o menos deshonrosa. En París gané. Me costó mucho trabajo, no lo niego. Pasé las morás. Pero París es una ciudad fácil. Antes que uno han ido allí muchos españoles, y uno siempre encuentra brecha por donde meterse. Al cabo de un año de estar en París, uno se siente ya un poco el amo de la gran ciudad, y puede, como don Luis Mejía, sacar una lista de victorias.

Ahora estoy luchando con Londres. Aquí todo le es hostil al español: el idioma, las comidas, las costumbres… Tengo momentos de gran desaliento. Voy a cambiar cien pesetas, por ejemplo, y no me dan por ellas más que setenta y dos o setenta y tres chelines. Es una derrota; la ciudad me puede. Pero este contratiempo me ocurre muy de tarde en tarde. Otras veces se me indigesta el pudding. ¿Es que no lograré triunfar de un modo definitivo sobre el pudding inglés? Otras veces, en fin, quiero decir una cosa y no sé; todo mi inglés fracasa de un golpe. Es desesperante.

Pero llega un día en que la comida me sienta bien y en que logro conversar un rato en el salón. Entonces me parece que le voy limando las asperezas a Londres y que la ciudad terrible va haciéndose fácil. Cuando consigo pasar la noche sin aburrirme, cuando me divierto un poco o cuando acierto a emplear mi tiempo de un modo agradable, me acuesto con una satisfacción especial, como si le hubiera dado a Londres un testarazo en la misma cabeza. Esas noches entro en mi cuarto tarareando una canción cualquiera. De cuando en cuando ceso de cantar, adopto una actitud de luchador, crispo el puño, y, dirigiéndome imaginativamente a toda la ciudad, le digo entre dientes:

—¡Me parece que te voy a dar pocas!

Yo entiendo por conquistar una ciudad llegar a dominar su idioma, a familiarizarse con sus costumbres, a conocer sus secretos y a llegar a vivir en ella como en la misma ciudad donde se ha nacido. La cosa es difícil, y la lucha es brutal.

¡Me da cada golpe este Londres que me deja loco! Pero ya me las pagará todas. A lo menos éste es mi consuelo.

Lo primero es la lucha con el idioma. Por mi parte, cada vez que acierto a componer en inglés una frase nueva me apresuro a pronunciarla de un modo agresivo, como si fuera a darle con ella a Londres un golpe en la coronilla.

—Va usted haciendo progresos —me dicen en la casa. Y yo tomo un aire muy marcial.

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Esta lucha con el idioma es muy útil para un escritor. Mientras no se posee el idioma hay que aprender a manejarse con un número muy escaso de palabras. Todos los escritores de periódicos han sentido más de una vez ese horrible tormento de la falta de ideas. Las palabras le sobraban. En los periódicos de gran circulación, aparte de los sustantivos, los verbos, los participios, los adverbios, las preposiciones, las conjunciones, etc., cada cronista tiene a su disposición, por lo menos, dos o tres centenares de adjetivos. Y el que más y el que menos de nosotros, en uno de esos días en que no hay asunto, ha ido poniendo en el papel palabras y palabras. ¡Qué consuelo produce luego la carencia de palabra al tener que expresarse en una lengua extranjera! Le parece a uno que tiene la cabeza llena de ideas y aprende uno a decir las cosas sin adjetivos. Es un ejercicio muy conveniente.

¿Le podré a Londres? Es cuestión de resistencia. Si me aguanto un año, Londres será mío. Entonces yo me pasearé por sus calles con un aire muy apuesto, como se pasean los soldados por las ciudades conquistadas. Y cuando llegue algún amigo español y me diga:

—¡Qué barbaridad! ¡Esto es enorme! —yo daré una chupada en una pipa inglesa y le contestaré, con una sonrisa de hombre superior:

—¡Bah! Eso cree uno al principio, mientras uno no está en el secreto. Si usted conociera a Londres como lo conozco yo, le parecería a usted una especie de Guadalajara.

Julio Camba: Obras 1916-1923

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