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Con la alcoba a obscuras

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La niebla y el «spleen».

Esta mañana, al despertarme, vi que la habitación estaba casi a obscuras.

—Debe ser muy temprano —me dije, deleitándome ante la idea de poder seguir en la cama.

Y cogí mi reloj para confirmar esta hipótesis matemáticamente, a fin de que ningún remordimiento de conciencia viniese a perturbar mi sueño. ¡Eran las diez de la mañana! «¡Qué barbaridad!». Yo hice este pequeño comentario como lo hacen todos los dormilones, sin convicción ninguna. ¿Qué importancia tienen las diez de la mañana para un madrileño? Sin embargo, la penumbra de la habitación me intrigaba extraordinariamente, y salté al suelo con una gran energía. Acto continuo me puse a frotar con un trapo los cristales de la vidriera, que yo suponía empañados; pero esta operación no obtuvo éxito ninguno. La vidriera se recortaba en la sombra con un color amarillento y sucio, como si le hubiesen pegado por fuera a los cristales un papel ocre. Tuve que encender la luz para vestirme, y una vez vestido, salí al balcón. Yo vivo en un quinto piso. Miré abajo, a enfrente, a los lados… No se veía nada. Una niebla densa lo envolvía todo. «¿Dónde está la acera? ¿Dónde está la esquina?

¿Dónde estoy yo?». La niebla es un gran elemento literario.

—Este balcón —me decía yo, un poco influido por ella— da al infinito, y yo estoy ante el misterio.

Comencé a sentir en los ojos un dolor muy agudo, semejante al que me produciría una gran humareda, y bajé al salón.

Fog, fog —me dijo madam Fisher, señalándome a la calle.

Vivimos en pleno método Berlitz. En cuanto comienza a llover, todo el mundo corre hacia mí, en el boarding house, gritándome: —¡Rain! ¡Rain!, que quiere decir

«lluvia». Si nieva, como el fenómeno es más raro, los gritos son más vehementes:

¡Snow! ¡Snooow!… Un día que granizaba comenzaron todos a decirme kail, indicándome la calle. Yo miré en el mismo momento en que pasaba un automóvil, y durante mucho tiempo he estado creyéndome que el automóvil se llamaba kail en inglés.

Hoy fue madam Fisher la primera en decirme el nombre inglés del fenómeno meteorológico del día. En seguida entablamos un diálogo, que reproduzco por curiosidad. Más o menos, es el mismo diálogo de todos los días, que unas veces se refiere a la lluvia, otras al viento, otras a la nieve o al granizo, otras al frío, y que hoy versó acerca de la niebla.

Fog. Esto se llama fog en inglés.

—¡Ah! Fog. En español se llama niebla.

—¿A usted le gusta la niebla?

—Según. Yo no había visto nunca un verdadero día de niebla en Londres.

—¿Es que en España no hay niebla?

El salón de mi casa tiene un gran balcón casi al nivel de la calle. Madam Fisher no quiso asomarse, porque dijo que se le iba a poner la cara negra. Yo la hice un cumplimiento con este motivo y me asomé solo. Las casas de enfrente se veían de un modo muy vago, como una cosa lejana. Hacia cada lado, el espacio visible no pasaba de diez metros. Algunos hombres iban encendiendo faroles, que quedaban luego en la sombra como manchas encarnadas. Figúrese el lector uno de esos cartones fotográficos que se les muestran a los chicos en una linterna, Roma de noche, por ejemplo. En el lugar correspondiente a cada ventana, el cartón está taladrado, y por detrás hay un papelito rojo. Pues lo que yo veía era una cosa así como esos cartones, pero fuera de la linterna. De cuando en cuando, a dos pasos del balcón, aparecía un hombre o un coche, surgidos de la bruma, e inmediatamente desaparecían entre ella. De la sombra espesa e impenetrable que me rodeaba llegaba el rumor confuso de la gran ciudad.

Después del medio día, la niebla ha ido haciéndose cada vez más opaca. La circulación se interrumpió en gran parte de Londres. Yo salí a la calle con mister Fane, y me lancé con él a un paseo verdaderamente fantástico. No le veía, así es que me parecía ir dialogando con un espectro. A veces tropezábamos con algún transeúnte.

—Excuse-me.

—Excuse-me.

—¡Y aunque no nos excusáramos! ¿Quién le pide explicaciones a una sombra? Se siente el tropezón, se oye la voz, y ya no se ve nada.

—Gran país éste —le dije yo a mister Fane— para los asesinos, para los místicos y para los folletinistas.

Hubo un momento en que nos perdimos. A duras penas encontramos un guardia, que nos indicó la latitud a que nos encontrábamos:

—Charing Cross Road, en el ángulo de Oxford Street. Uno de los sitios más céntricos de Londres.

—¿Me ve usted? —me preguntaba mister Fane.

—No. Además, me duelen mucho los ojos.

—Alargue usted su mano, ¿la ve usted?

—No.

—Es éste un día bien londinense. Ya podrá usted dedicarle un artículo.

Volvimos a casa. Yo estaba negro, húmedo y frío. Me di un baño. Cuando terminé, parecía que en la pila habían estado lavando calamares. Me puse una camisa muy blanca y bajé al salón. Miss Wheatcroff ejecutaba al piano un vals melancólico.

Yo encendí una pipa de tabaco rubio y me acerqué a la chimenea, en torno de la cual se habían congregado buena parte de los huéspedes.

—¿Qué, madam Fisher? ¿Echamos un parrafito en inglés? Madam Fisher me pareció un poco fatigada.

—¿Ha tenido usted ensayo esta mañana?

—No.

—¿Entonces?

Spleen. El spleen

Julio Camba: Obras 1916-1923

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