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Filosofía sobre la maleta

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¡Que me permita el lector…!

No hace aún mucho tiempo, yo era uno de esos escritores absurdos que se dirigen a los objetos inanimados en largos discursos llenos de literatura. El discurso típico de este género es el de la maleta. El escritor se encara con una maleta muy mala y le dice lo siguiente:

—Vieja maleta, vieja maleta viajera: hace mucho tiempo que estás inmóvil en el rincón más sombrío de la casa. ¿Es que ya no quieres ir por el mundo?

La maleta no responde.

—Sin embargo —añade el escritor—, tú tienes un alma inquieta y errabunda. Nunca has permanecido mucho tiempo en una misma ciudad, mi vieja maleta, porque un deseo insaciable de aventuras te llevaba siempre de un lado al otro. Tú no eres una maleta sedentaria. Tú no eres tampoco una de esas maletas banales —aquí el autor adquiere un tonillo irónico— en donde los estudiantes de Derecho meten unos calcetines de fantasía, un traje muy bien doblado, alguna ropa interior, unas bolas de naftalina y un paquete de cartas de la novia. Ni eres tampoco una maleta comercial — con un vago anticatalanismo— en la que un viajante de Tarrasa o de Sabadell embute las muestras de sus paños abominables. No. Tú eres una maleta literaria. —(El autor se acuerda de sus tiempos de bohemia.)— Tú no has contenido nunca trajes a la moda ni brillantes corbatas, y los sitios mejores de que disponías han sido ocupados siempre por las obras maestras del género humano. Tú eres casi sabia, mi vieja maldita.

La vieja maleta permanece muda, en una noble actitud de modestia.

—Pero eres muy vieja, muy vieja. Has envejecido un poco en todas partes, como tu amo, del que no te has separado nunca, ya no tienes ilusiones. Alguna vez —(¡Oh! Permitámosle, al autor un pequeño rasgo de coquetería retrospectiva)—, alguna vez tú también has contenido cartas de amor. Acababas entonces de salir de la tienda: eras fuerte y elegante; tu piel y tu metal brillaban al sol. En aquella época, mi vieja maleta, nosotros no sabíamos nada de la vida y podíamos creer en la felicidad. ¿No te acuerdas de unos calcetines de seda que tu dueño compró en uno de los días más utópicos de su existencia? ¡Ay!, yo creo que en tu alma de maleta —esta frase me parece demasiado cruda— aún no se ha extinguido la fragancia de cierta rosa juvenil, y lo creo porque en la mía todavía subsiste melancólicamente.

En este momento, y como una contradicción, la maleta exhala un fuerte olor a cuero. El autor podría increparla en unos términos como éstos: —¡Qué! ¿Hueles a cuero, mi vieja maleta? ¿Tan desgraciada eres que ya no queda en ti ni un rastro de la fragante juventud pasada?— Pero el autor prevé que por este camino iría de tontería en tontería; así es que se hace el desentendido y concluye de un golletazo.

—Eres muy vieja, muy vieja, mi vieja maleta. Ya no tienes energía ni ideales. Con tu piel manchada y tus correas rotas, ya no puedes intentar nuevas aventuras. Además, eres una maleta escéptica. Reposa ahí en tu rincón, llena de viejos calcetines zurcidos, y mientras las otras maletas juveniles recorren el mundo en busca del ideal, tú puedes recordar las aventuras pasadas y los antiguos viajes que ya no reproduciremos nunca ni tú ni yo. No, vieja maleta, vieja maleta viajera…

¡Si la maleta hablase!

—Pero ¡so charrán! —le diría a su dueño—. ¡Si yo no he pasado nunca de Guadalajara! ¿Qué viajes ni qué aventuras son ésas? Y si estoy tan estropeada es porque más de una vez usted me ha tirado villanamente del balcón a la calle para marcharse de la casa de huéspedes sin pagar. Es necesario que usted tenga mucha frescura para decir ciertas cosas delante de mí. ¡La rosa juvenil! ¡Los calcetines de seda…! La única fragancia que yo conservo es la de esos calcetines que usted llama de seda.

¿Qué escritor podrá asegurarnos, con la mano puesta en el corazón y bajo palabra de honor, no haberle escrito nunca un artículo a su maleta? Un viaje a la capital de la provincia o a la cabeza del partido judicial bastan para justificarlo. Yo he recordado hoy el artículo de la maleta, mirando la mía; pero mi maleta no tiene historia conocida. La compré en el Temple, que es algo así como el Rastro de París, el mismo día en que me vine a Londres. No conozco su pasado ni me importa. Puede ser… Pero no quiero hacer indagaciones. Se trata de una maleta ordinaria y mediocre. Cuando la compré la olí y no sentí nada. Por la parte de afuera conserva aún señales de etiquetas.

Yo podría atribuirle a esta maleta todos mis viajes: —Tú has visto la enérgica América y el lánguido Oriente, París y Londres, Stambul y Cambados en la provincia de Pontevedra… ¡Ah!, ¡ah!— Y yo me admiraría a mí mismo en esta maleta, porque, no hay duda ninguna, cuando un escritor le dice a su maleta que ella ha visto esto o lo otro, lo que quiere decir es que lo ha visto él. ¿Y el porvenir? Permítame el lector que me dirija efectivamente a la maleta.

¿Cuál será tu porvenir, maleta mía? ¿Te quedarás en Londres abandonada por tu amo? Es posible. ¿Pronto? ¿Tarde? No lo sé. ¿Seguirás la suerte de tu amo? También es posible. ¿Tendrás alguna vez camisas de batista, calcetines de seda, trajes magníficos? No, nunca. Si tu amo prospera, como no tiene por qué guardarte consideraciones, pues se comprará una maleta más bonita, más sólida y más grande que tú. Pero esto no es probable. Tu amo es periodista. No prosperará. Yo creo, maleta, que, más o menos pronto, tú acabarás en una casa de huéspedes de Madrid, metida en un desván, entre las maletas de los estudiantes, de los empleados de Hacienda y de los opositores a la Judicatura. No te hagas ilusiones ridículas, mi maleta, mi maleta compañera… ¡Ah!… ¡Ah!…

Julio Camba: Obras 1916-1923

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