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Dime cómo bailas…
ОглавлениеLa tragedia del garrotín.
Hay en el mundo dos pueblos de bailarines: España e Inglaterra. A este último pueblo, tan serio y tan sobrio de ademanes, le ha costado mucho trabajo convencer a los otros de que sabía bailar; pero, al fin, lo ha conseguido. Casi toda la Europa está poblada de razas pesadas que no sirven para el baile. Las dos excepciones de importancia son España, donde la raza es apasionada y violenta, e Inglaterra, donde es ágil y donde tiene un sentido matemático de la vida.
El baile español es sensual, desordenado y trágico. Sí, señores, trágico, no lo digo por decir. Parece que no, pero un garrotín constituye un espectáculo terrible. A un pueblo de instintos pacíficos no se le hubiera ocurrido nunca ponerse a bailar el garrotín. El baile es el gesto de un pueblo, y el garrotín es un gesto que da miedo. Es el gesto de un pueblo sombrío, fanático, sanguinario y cruel. Esa mirada animal, ese temblor de las manos, esas contorsiones de la cintura, ese pataleo…, todo eso es impulsivo y desesperado. El garrotín ha asustado a Europa entera, que en los teatros de París y Londres, ante la Lola y el Faíco —«el señor Faíco»—, se dice todavía:
—Estos españoles son irreductibles.
El baile inglés, en cambio, es todo método, precisión y exactitud. Me atreveré a añadir que el baile inglés es un baile colectivo, así como el español es un baile individualista. Un bailarín inglés, como otro inglés cualquiera, carece de toda importancia por sí solo. Lo maravilloso de un bailarín inglés es lo bien que armoniza con otro bailarín inglés. Dos, cuatro, diez, veinte bailarines ingleses se ponen a bailar una hora seguida, y no hay cuidado de que ninguno haga jamás un movimiento contrario al de los otros. Cuando un bailarín levanta un brazo, todos los demás bailarines hacen lo mismo. Cuando una bailarina alza la pierna, todas las otras bailarinas trazan con las piernas un ángulo, cuya medida no se diferencia ni en un milímetro entre ninguna de ellas. Nada de espontaneidad ni de iniciativa. Orden. Si hubiera manera de comprobarlo, se podría demostrar que un bailarín inglés es capaz de acordarse matemáticamente desde París con otro que baile en Londres.
Viendo bailar en España y en Inglaterra se comprenden perfectamente las dificultades gubernamentales del primer país y la buena marcha del segundo. Los sociólogos despreciarían esta consecuencia, considerándola de un origen trivial; pero yo protesto de antemano. Si esos señores no ven la parte trascendental del baile es porque concentran toda su atención en las piernas de las bailarinas. El baile es una cosa perfectamente seria. ¿Les parecería a ustedes más seria si las bailarinas tuviesen barbas y lentes como el señor Azcárate? Pues bien. Yo creo que los españoles bailan de cabeza, de un modo impulsivo y cada uno por su lado, mientras que los ingleses bailan de acuerdo, tranquila y metódicamente. Ahora mismo hay en el Palace una troupe de bailarinas inglesas que hacen un número titulado Sinfonía en blanco y negro. La escena representa un paisaje nevado; es un solo lienzo muy blanco, que cubre el suelo y los muros, donde algunas rayas negras trazan la silueta de los árboles cargados de nieve. Los trajes de las bailarinas, todas ellas de la misma estatura, armonizan de un modo admirable con la decoración: media blanca, zapato blanco, sombrero blanco con una gran pluma blanca y traje blanco con rayas negras. Comienza el baile, y la impresión que se recibe es maravillosa.
Todo está allí bien combinado; todo se hace de acuerdo. Ninguna bailarina se destaca; eso no; la personalidad desaparece ante la precisión de un orden de conjunto, y el conjunto se adapta al ambiente, a la decoración. Les aseguro a ustedes seriamente que es maravilloso. Las cosas que pasan allí, durante la media hora que dura el ballet, se comprende que son las cosas que, en buena lógica, tienen que pasar. Cualquier otra produciría un trastorno colectivo.
Por desgracia, es inútil que nosotros queramos bailar el baile inglés.