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La bonita y lafea

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El procedimiento sencillo.

Dice un proverbio que «cuando una inglesa se pone a ser bonita…». En cambio hay que ver cuando una inglesa se pone a ser fea. Yo no he conocido en ninguna parte del mundo mujeres tan bonitas ni mujeres tan feas como las que he conocido aquí. Como ésta es una gente muy práctica, cuando se propone ser una cosa no para hasta conseguirlo. La inglesa que sale bonita es delicada, ideal y adorable, como no lo es mujer bonita de ningún otro país; pero la inglesa que sale fea da miedo. Es fea de un modo rotundo, fundamental y definitivo. Parece como si a lo largo de su vida hubiera ido cultivando el horror de su cara y de su cuerpo con un cuidado especialísimo, procurando no omitir ninguno de los detalles que deben constituir una fealdad perfecta. En otras partes, una mujer fea tiene los ojos bonitos, la boca agradable o la nariz fina; si es absolutamente fea de cara tiene un cuerpo apetecible; generalmente es simpática y, en último caso, es distinguida. Yo me echaba a temblar en España siempre que me anunciaban la presentación de una señorita muy distinguida, porque sabía de antemano que iba a ser horrible. Ahí las feas son distinguidas, simpáticas, inteligentes o buenas. Aquí son malas, desgarbadas, antipáticas, estúpidas y cortas de vista; usan lentes y hacen propaganda a favor del sufragio femenino.

Las inglesas feas no tienen más que cuatro articulaciones: dos para mover las piernas y otras dos para mover los brazos. Los codos, las rodillas, el cuello, la cintura, etc., son inarticulados. Una inglesa fea se levanta de su asiento sin que de medio cuerpo arriba su actitud cambie en un solo milímetro, y se queda rígida, inmóvil, mirando a lo alto. Luego alarga una zanca, también rígida, y avanza un paso; en seguida alarga la otra zanca. Los brazos, que sólo giran por la parte superior, caen a plomo y terminan, cerca de las rodillas, en dos manos muy grandes y muy abiertas. Y así camina la inglesa fea. Su andar reviste una majestad ridícula. Parece que la inglesa está poseída de su alta fealdad y que la ostenta con orgullo. Nada de atenuarla con una sonrisa, que, por lo demás, resultaría espantosa. No. La fealdad es una cosa muy seria. Hay que llevarla dignamente.

Cuando la inglesa fea llega al fin de su camino se para en seco, como los automóviles. Si tiene que llamar a una puerta, su brazo derecho, que cuelga del hombro, se yergue, sin perder su rigidez, como un brazo de compás. Si tiene que decir alguna cosa, la dice con una voz muy áspera y sin mirar a su interlocutor, no sólo por el desprecio que le inspira, sino también porque no le es posible hacer oscilar el cuello. Y cuando la inglesa se sienta, después de su caminata, el cuerpo, desde la cintura para arriba, está matemáticamente en la misma actitud en que estaba antes de que la inglesa hubiera comenzado a andar.

Yo he ido comprobando poco a poco todos estos extremos: la inmutabilidad de las inglesas feas, el número de sus articulaciones, su amor al sufragio femenino, su miopía, etc., y hoy puedo afirmarlo con una seguridad absoluta. Al principio yo no veía a las inglesas feas y llegué hasta dudar de su existencia.

—Pero ¿y esas inglesas horribles que se pasean por España con billetes de la agencia Cook? ¿Dónde están? —le pregunté cierto día a un amigo, paseándonos por Hyde Park.

—¿Que dónde están? Ahí tiene usted una —y me la señaló. Estaba entre unos árboles, a pocos pasos de mí. Como no se movía, yo la había tomado por un espantapájaros.

Verdaderamente estas inglesas revelan el espíritu práctico de Inglaterra: dos listones sujetos por un eje a la extremidad inferior del cuerpo; otros dos, sujetos a los hombros, y ya está hecha una inglesa. Los pies muy grandes, para que no se caiga, y los dedos muy separados, como en esos brazos que les pintan los chicos a sus monos, disponiendo cinco rayas en abanico al final de una raya muy larga. Eso es todo.

Y como el procedimiento de hacerlas es tan sencillo, pues por eso hay tantas inglesas feas.

Julio Camba: Obras 1916-1923

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