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Cómo comen los ingleses
ОглавлениеYo no comprendo bien a la gente mientras no la veo comer. «Dime lo que comes y te diré quién eres». Si comes carnes asadas y legumbres cocidas, eres un inglés; si comes platitos bien condimentados, regodeante en las salsas, eres un francés; si no comes, eres un español. Yo cogería a todos estos ingleses tan fuertes y tan coloradotes, y los pondría a pensión en una casa de huéspedas de la calle de Jacometrezo, en la seguridad de que, al cabo de quince días, los majaba a la box.
«Allí donde el soldado español está mejor alimentado —ha dicho un gran militar inglés—, el francés está a media ración, y el inglés se muere de hambre».
El inglés es un hombre que come por necesidad, mientras que el francés come por placer. El francés es un epicúreo. Para él la comida es un fin, y no un medio, como lo es para el inglés. A mí, todos los franceses me dan la idea, un poco repugnante, de tener los bigotes impregnados en una salsa de cocina. Francia ama las salsas, las gelatinas, los rellenos. Como es un pueblo muy académico, ha hecho un virtuosismo de la cocina, que es en Francia un arte mucho más ideal que la música. Un español va unos días a París, y vuelve a España con la misma impresión de un hambriento que se hubiese pasado una hora frente al escaparate de Lhardy. «Con respecto a España — escribí yo una vez desde Francia—, éste es un pueblo que come». Pero Francia le da demasiada importancia a la comida. Es como esos hombres que, después de una vida muy dura, han resuelto su situación y se han aburguesado, han echado tripa y se pasan la vida en su casa con unas zapatillas de orillo. Si por azar les sobreviene un revés de fortuna y tienen que volver a luchar, están perdidos irremisiblemente.
Inglaterra, no. Éste es un pueblo que come sin salsa ni gelatinas. Aquí no existe el placer de la mesa, y, al mediodía, la ciudad de Londres come de pie. De las once de la mañana a las tres de la tarde, los luncheon-bars se llenan de hombres de negocios, que toman sobre el mostrador un trozo de carne con pan y legumbres, y se van. Los ingleses comen mucho; pero, como comen alimentos simples y no mistifican el paladar, nunca comen más de lo que su estómago necesita. Por otra parte, los ingleses no tienen paladar. Y así están ágiles, fuertes y sanos, y no pesados y gordos como los franceses.
Pero la comida inglesa, que es tan práctica, tiene una porción de cosas absurdas. Yo no he alcanzado a comprender todavía por qué les echan aquí almíbar a los riñones y por qué meten confitura de fresa dentro de las tortillas. La primera vez que me sirvieron una tortilla en esta forma, yo protesté respetuosamente. Aquello me pareció también un poco epicúreo.
—¿Es que no le gusta a usted la confitura? —me preguntó la camarera.
—Sí; me gusta mucho.
—Entonces, ¿no le gusta a usted la tortilla?
—También.
—Pues indudablemente le tiene a usted que gustar la tortilla con confitura.
Ésa es la lógica inglesa. Yo me convencí, pero mi estómago permaneció escéptico.
En realidad, la cocina inglesa no existe, y esas pequeñas fantasías de la tortilla y de los riñones carecen de toda trascendencia. Son como una cosa de chicos. Aquí cogen la carne y la cuecen o la asan, hierven las verduras, y ya está. Nada de sal ni pimienta, ni especias de ninguna clase. Luego le ponen a uno delante una serie de frascos para que sazone a su gusto la comida, y uno va ensayándolos todos, sin éxito ninguno.
—Esto es una porquería —dice uno. No. Es que tiene uno el estómago mixtificado por la comida francesa. La cocina francesa es la literatura de la alimentación.
Yo no sé qué consecuencia se podría deducir para España de todo esto. Creo que fue Burguete quien, en un artículo muy interesante, decía que los españoles no debíamos comer, y que nuestra tradición era una tradición de abstinencia. Es muy posible; pero ¿no nos pasará lo que al burro del cuento? Sería una lástima que nos muriésemos cuando ya estamos casi acostumbrados a vivir sin comer.