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CAPÍTULO X

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Pocos instantes después, los tres cazadores se encontraban delante de una llama chispeante. Ciro Smith y el corresponsal estaban allí; Pencroff les miraba sucesivamente sin decir palabra con el cabiel en la mano.

—Ya lo ve usted, amigo mío —exclamó el corresponsal—; esto es fuego, verdadero fuego que asará perfectamente esa magnífica pieza, con la cual nos regalaremos dentro de poco.

—¿Pero quién lo ha encendido? —preguntó Pencroff.

—El sol.

La respuesta de Gedeon Spilett era exacta. El sol había suministrado aquel calor que tanto admiraba a Pen­croff. El marino no quería dar crédito a sus ojos, y estaba tan trastornado, que no pensaba en preguntar al ingeniero.

—¿Tenía usted una lente, señor Smith? —preguntó Harbert a Ciro Smith.

—No, hijo mío —respondió éste—, pero he hecho una.

Y mostró el aparato que le había servido de lente. Eran simplemente los dos vidrios que había quitado al reloj del corresponsal y al suyo. Después de haberlos llenado de agua, y de haber hecho sus bordes adherentes por medio de un poco de barro, se había fabricado una verdadera lente, que concentrando los rayos solares sobre un musgo bien seco, había causado la combustión.

El marino consideró el aparato, y después miró al ingeniero sin pronunciar una sola palabra. Pero su mirada era todo un discurso. Si para él Ciro Smith no era Dios, por lo menos era más que un hombre. Al fin recobró el habla y exclamó:

—Anote usted eso, señor Spilett, anote usted eso en su cuaderno.

—Ya está anotado —respondió el corresponsal.

Después, ayudado por Nab, el marino dispuso el asador y el cabiel, convenientemente eviscerado, se asó bien pronto como un lechoncillo ante una llama clara y chispeante.

Las chimeneas habían vuelto a ser habitables, no sólo porque los cazadores se calentaban con el fuego del hogar, sino porque se habían restablecido los tabiques de piedra y arena.

Como se ve, el ingeniero y su compañero habían empleado bien el día. Ciro Smith había recobrado casi enteramente sus fuerzas y las había probado subiendo a la meseta superior. Desde aquel punto, su vista, acostumbrada a calcular las alturas y las distancias, se había fijado largo tiempo en aquel cono, a cuya cima quería llegar al día siguiente. El monte, situado como a seis millas al noroeste, le pareció medir 3.500 pies sobre el nivel del mar. Por consiguiente, la mirada de un observador situado en la cima podía recorrer el horizonte en un radio no menor de cincuenta millas. Era, pues, probable que Ciro Smith resolviese fácilmente la cuestión de isla o continente, a la cual daba, no sin razón, la primacía sobre todas las demás.

Cenaron regularmente; la carne del cabiel fue declarada excelente, los sargazos y los piñones completaron el banquete, durante el cual el ingeniero habló poco, pues su imaginación estaba ocupada con los proyectos para el día siguiente.

Una o dos veces Pencroff expuso algunas ideas sobre lo que convendría hacer, pero Ciro Smith, que evidentemente tenía un espíritu metódico, se contentó con mover la cabeza y repetir:

—Mañana sabremos a qué atenernos, y haremos lo que proceda según las circunstancias.

Terminada la cena, echaron nuevas brazadas de leña en el hogar, y todos, incluso el fiel Top, se durmieron con profundo sueño. Ningún incidente turbó aquella noche apacible, y a la mañana siguiente, 29 de marzo, descansados y dispuestos, se despertaron para emprender la excursión que debía fijar su suerte.

Todos estaban prontos para la marcha. Los restos del cabiel podían alimentar durante veinticuatro horas todavía a Ciro Smith y a sus compañeros, y además, esperaban reponer por el camino las provisiones. En los relojes del ingeniero y del corresponsal se habían vuelto a colocar los cristales, y Pencroff quemó un poco de trapo para que pudiera servir de yesca. En cuanto al pedernal, no debía faltar en aquellos terrenos de origen plutónico.

Eran las siete y media de la mañana, cuando los exploradores, armados de garrotes, salieron de las chimeneas. Siguiendo el dictamen de Pencroff, pareció a todos conveniente tomar el camino ya recorrido a través del bosque, sin perjuicio de volver por otra parte. Era el camino más corto para llegar a la montaña. Tor­cieron, pues, el ángulo sur, y siguieron la orilla izquier­da del río, abandonándolo después en el lugar en que formaba el recodo hacia el sudoeste. El sendero, ya practicado bajo los árboles siempre verdes, apareció entonces a los ojos de Ciro Smith y sus compañeros, y a las nueve llegaron al límite occidental del bosque.

El suelo, hasta entonces poco accidentado, pantanoso al principio, seco y arenoso después, tomaba una ligera inclinación, formando una cuesta que subía des­de el litoral al interior del país. Entre los altos árboles viéronse huir varios animales. Top les hacía levantar con presteza, pero su amo le llamaba inmediatamente, porque no había llegado el momento de perseguirlos; asunto que era preciso dejar para más tarde, porque el ingeniero no era hombre que se distrajese de una idea fija. Puede afirmarse que Ciro Smith no observaba el país, ni en su configuración, ni en sus producciones naturales en aquel monte al cual pretendía subir y a él se encaminaba directamente.

A las diez los exploradores hicieron un alto de algunos minutos. Al salir del bosque se presentó a sus miradas el sistema orográfico del país. El monte se com­ponía de dos conos. El primero, truncado, a una altu­ra de 2.500 pies, poco más o menos, estaba sostenido por caprichosos contrafuertes que parecían ramificarse como las uñas de una inmensa garra aplicada al suelo. Entre aquellos contrafuertes se abrían otros tantos valles estrechos erizados de árboles cuyos últimos grupos se elevaban hasta el truncamiento del primer cono. Sin embargo, la vegetación parecía ser menos abundante en la parte de la montaña expuesta al nordeste, en la cual se veían lechos bastante profundos que debían ser de antiguas corrientes de lava.

Sobre el primer cono se asentaba otro ligeramente redondeado en su cima y un poco inclinado, que parecía un gran sombrero redondo inclinado sobre la oreja. A juzgar por su aspecto, parecía formado de una tierra carente de vegetación, sembrada en muchos parajes de rocas rojizas.

Los exploradores deseaban subir a la cima de este segundo cono, y la arista de los contrafuertes debía ofrecer el mejor camino para la subida.

—Estamos en un terreno volcánico —dijo Ciro Smith; y sus compañeros, siguiéndole, comenzaron a trepar poco a poco por la cuesta de un contrafuerte que por una línea sinuosa, y por consiguiente más practicable, conducía a la primera meseta.

Los accidentes del terreno eran muchos en aquel suelo, convulsionado evidentemente por las fuerzas plu­tónicas. Aquí y allá se veían bloques erráticos, restos innumerables de basalto, de piedra pómez, oxidiana y grupos aislados de esas coníferas que, algunos centenares de pies más abajo, en el fondo de estrechas gargantas, formaban grandes espesuras, casi impenetrables a los rayos del sol.

Durante esta primera parte de la ascensión por las rampas inferiores, Harbert hizo notar a sus compañeros huellas que indicaban el paso reciente de grandes animales, salvajes o de otra clase.

—Esos animales —dijo Pencroff—, no nos cederán de buena gana su dominio.

—Si no nos lo ceden —respondió el corresponsal, que había estado ya en cacerías de tigres en la India y de leones en África—, veremos la manera de desem­barazarnos de ellos. Entretanto marchemos con precaución.


Las dificultades de la ascensión aumentaron considerablemente.

Iban subiendo poco a poco, pero el camino, que aumentaba con los rodeos que había que dar para superar obstáculos que no podían dominarse directamen­te, era largo; algunas veces faltaba el suelo súbitamente y se encontraban al borde de profundas quebradas que no podían atravesar sin dar un rodeo y volver atrás para seguir un sendero más practicable. Todo esto exigía tiempo y producía gran cansancio a los exploradores. Al mediodía, cuando éstos hicieron alto para almorzar al pie de un bosquecillo de abetos y cerca de un arroyo que se precipitaba en cascadas, hallábanse a mitad del camino de la primera meseta, y podían calcular que no llegarían a ella hasta el oscurecer.

Desde aquel punto, el horizonte del mar se ensanchaba considerablemente; pero a la derecha la mirada, detenida por el promontorio agudo del sudeste, no podía averiguar si la costa se unía o no por algún brusco rodeo a alguna tierra que estuviese en último término. A la izquierda el radio visual aumentaba algunas millas hacia el norte; sin embargo, desde el noroeste, en el punto que ocupaban los exploradores, se encontraba y detenía absolutamente por la arista de un contrafuer­te de forma extraña que constituía como la base poderosa del cono central. No podía, pues, adivinarse nada todavía sobre la resolución del problema que Ciro Smith quería resolver.

A la una volvieron a ponerse en marcha. Fue necesario desviarse ligeramente hacia el sudoeste y entrar de nuevo entre matorrales bastante espesos. Allí, a cubierto del follaje, revoloteaban varias parejas de gallináceas de la familia de los faisanes. Eran tragopanes, adornados de una especie de carúncula carnosa que pendía de sus gargantas y dos delgados cuernos cilíndricos situados hacia la parte posterior de los ojos. Entre estas parejas del tamaño de un gallo, la hembra era uniformemente parda, mientras el macho resplandecía con su plumaje encarnado sembrado de manchas blancas y redondas. Gedeon Spilett, de una pedrada diestra y vigorosamente lanzada, mató a uno de aquellos tragopanes, al cual Pencroff, a quien el aire libre había abierto el apetito, miró caer con gran satis­facción.

Después de haber salido de la espesura, los exploradores, ayudándose unos a otros, treparon por un talud muy empinado que tendría el espacio de cien pies y llegaron a un piso superior poco poblado de árboles, cuyo suelo tenía aspecto volcánico. Tratábase entonces de volver hacia el este describiendo curvas que hacían las pendientes más practicables, porque eran ya más duras y los exploradores tenían necesidad de escoger con cuidado el sitio en que ponían el pie. Nab y Har­bert marchaban a la cabeza, Pencroff cubría la retaguardia y entre ellos iban Ciro Smith y el corresponsal. Los animales que frecuentaban aquellas alturas, y cuyas huellas se veían en gran número, debían pertenecer necesariamente a esas razas de pie seguro y espina dorsal flexible, gamuzas o cabras monteses. Viéronse algunos de estos animales, pero no fue el nombre de gamuzas el que les dio Pencroff, sino que en cierta ocasión exclamó:

—¡Carneros!

Todos se detuvieron a cincuenta pasos de media docena de animales corpulentos de fuertes cuernos encorvados hacia atrás y achatados hacia la punta, de vellón lanudo oculto bajo largos pelos sedosos de color leonado.

No eran carneros ordinarios, sino una especie comúnmente extendida por las regiones montañosas de las zonas templadas, a la cual Harbert dio el nombre de muflones.

—¿Se pueden hacer con ellos un guisado y unas chuletas? —preguntó el marino.

—Sí —respondió Harbert.

—Pues entonces son carneros —dijo Pencroff.

Aquellos animales, inmóviles entre los trozos de basalto, miraban con ojos admirados como si contempla­se por primera vez bípedos humanos. Después, despertándose súbitamente su temor, desaparecieron saltando entre las rocas.

—¡Hasta la vista! —les gritó Pencroff con un tono tan cómico, que Ciro Smith, Gedeon Spilett, Harbert y Nab, no pudieron menos de soltar una carcajada.

Continuó la ascensión. Frecuentemente se observaban en ciertos declives huellas de lava muy caprichosamente estriada. Pequeñas solfataras cortaban aquí y allá el camino que recorrían los exploradores, y era preciso seguir sus orillas hasta encontrar paso. En algunos puntos el azufre había depositado en forma de concreciones cristalinas, en medio de aquellas materias que preceden generalmente a las erupciones de lava, puzolanas de grados irregulares muy tostadas, cenizas blanquecinas formadas de una infinidad de cristalitos de feldespato.

En las inmediaciones de la primera meseta, formada por el truncamiento del cono inferior, las dificultades de la ascensión aumentaron considerablemente. Hacia las cuatro los exploradores habían pasado ya de la zona de los árboles, y no veían sino aquí y allá algunos picos flacos y descarnados, que debían tener la vida muy dura para resistir en aquellos elevados parajes a los grandes vientos del mar. Por fortuna para el ingeniero y sus compañeros, el tiempo era hermoso y la atmósfera estaba tranquila, porque un viento fuerte a una altura de 3.000 pies habría dificultado grandemente su marcha. La pureza del cielo en el cenit se sentía al través de la transparencia del aire; una calma perfecta reinaba alrededor de ellos; no veían ya el sol, oculto entonces por la gran pantalla del cono superior que encubría la mitad del horizonte al oeste, y cuya sombra enorme, prolongándose hasta el litoral, crecía a medida que el astro radiante descendía en su curso diurno. Al­gunos vapores, brumas más que nubes, comenzaban a aparecer hacia el este y tomaban todos los colores especiales bajo la acción de los rayos del sol.

Quinientos pies solamente separaban entonces a los exploradores de la meseta a donde querían llegar a fin de establecer en ella un campamento donde pasar la noche; pero aquellos quinientos pies aumentaron hasta más de dos millas por los zigzags que tuvieron que describir. El suelo, por decirlo así, faltaba bajo sus pies: las pendientes presentaban con frecuencia un ángulo tan abierto, que los pies se deslizaban por el lecho de lava, cuando las estrías, gastadas por el aire, no ofrecían un punto de apoyo suficiente. En fin, empezaba a oscurecer, y era ya casi de noche cuando Ciro Smith y sus compañeros, muy cansados por una ascensión de siete horas, llegaron a la meseta del primer cono.

Tratóse entonces de organizar el campamento y reparar las fuerzas, primero cenando y después durmien­do. Aquel segundo piso de la montaña se elevaba sobre una base de rocas, entre las cuales los exploradores hallaron fácilmente un abrigo. El combustible no era abundante; sin embargo, podía obtenerse fuego por medio de los musgos y maleza seca que erizaba ciertas partes de la meseta. Mientras el marino preparaba el hogar sobre piedras que dispuso al efecto, Nab y Har­bert se ocuparon en recoger combustible y volvieron pronto con una carga de hierba y leña seca. Se hizo saltar chispas, el trapo quemado recogió las del pedernal, y al soplo de Nab prendió una llama bastante viva en pocos instantes, al abrigo de las rocas.

Aquel fuego no estaba destinado a otra cosa que a combatir la temperatura un poco fría de la noche, y no se empleó en asar el faisán que Nab reservaba para la noche siguiente. Los restos del cabiel y algunas docenas de piñones formaron los elementos de la comida, y a las seis y media todo estaba terminado.

Ciro Smith tuvo entonces el pensamiento de explorar en la semioscuridad aquel ancho asiento circular que formaba la base del cono superior de la montaña. Antes de entregarse al reposo quería saber si podrían dar la vuelta a esta base, para el caso en que los costados del cono, demasiado empinados, lo hicieran inaccesible hasta el vértice. Esta cuestión no dejaba de tenerle pensativo, porque era posible que del lado a que el cono se inclinaba, es decir, hacia el norte, la meseta no fuese practicable. Ahora bien, si no podía llegar a la cima de la montaña, y si por otra parte no se podía dar la vuelta a la base del cono, sería imposible examinar la parte occidental del país, y por consiguiente no se conseguiría por completo el fin de la expedición.

Así pues, el ingeniero, sin pensar en su cansancio, dejando a Pencroff y a Nab organizar los medios de acostarse, y a Gedeon Spilett anotar los incidentes del día, comenzó a seguir la base circular del cono dirigién­dose hacia el norte. Harbert le acompañaba.

La noche era hermosa y tranquila, y la oscuridad poco profunda todavía. Ciro Smith y el joven marchaban uno junto a otro sin hablar. En ciertos lugares la meseta se ensanchaba mucho y podían pasar juntos sin molestia. En otros, obstruida por los hundimientos, no ofrecía sino una estrecha senda por la cual dos personas no podían caminar de frente. Desde aquel punto las pendientes de los dos conos se unían y sólo formaban una; no había base que hiciera de separación entre las dos partes de la montaña, y dar la vuelta al cono por una pendiente con una inclinación de cerca de setenta grados, era imposible.

Pero si el ingeniero y el joven debieron renunciar a seguir una dirección circular, en cambio comprendieron la posibilidad de emprender directamente la ascensión del cono.

En efecto, delante de ellos se abría una profunda cavidad en las paredes del cono. Era la boca del cráter superior, el cuello, si se quiere, por donde se escapaban las materias eruptivas líquidas en la época en que el volcán estaba todavía en actividad. Las lavas endurecidas, las escorias solidificadas formaban una especie de escalera natural de anchos escalones, que debía facilitar el acceso al vértice del cono.

Una mirada bastó a Ciro Smith para reconocer aquella disposición, y sin vacilar, seguido del joven, entró en la enorme grieta en medio de una oscuridad creciente.

Tenían todavía una altura de mil pies que escalar. ¿Los declives interiores del cráter serían practicables? Ha­bía llegado la ocasión de verlo. El ingeniero continua­ría su marcha ascendente mientras le fuera posible. Por fortuna, aquellos declives, muy prolongados y sinuosos, describían anchas muescas en el interior del volcán y favorecían la ascensión.

En cuanto al volcán mismo no podía dudarse que estaba completamente extinguido; no se escapaba humo alguno por sus costados, ni se descubría llama de ninguna especie en sus profundas cavidades; ni un gruñido, ni un murmullo, ni un estremecimiento salía de aquel pozo oscuro que se abría tal vez hasta las entrañas del globo. La misma atmósfera dentro de aquel cráter estaba limpia y no tenía ningún vapor sulfuroso. Era aquél, no el sueño de un volcán, sino su extinción completa.

La tentativa de Ciro Smith debía tener buen éxito. Poco a poco, Harbert y él, subiendo por las paredes interiores, vieron ensancharse el cráter por encima de su cabeza. El radio de aquella parte circular de cielo comprendido entre la circunferencia del cono, fue aumentando sensiblemente. A cada paso que daban Ciro Smith y Harbert entraban nuevas estrellas en su campo visual. Vieron resplandecer las magníficas constelaciones del cielo austral, en el cenit brillaban con puro esplendor la magnífica Antares del Escorpión, y no lejos aque­lla Alfa del Centauro que se cree ser la estrella más cercana al globo terráqueo. Después, a medida que se ensanchaba el cráter, aparecieron Fomalhaut de Picis, el Triángulo austral y, en fin, casi el polo antártico del mundo, la resplandeciente Cruz del Sur, que reemplaza a la estrella Polar del hemisferio boreal.

Eran cerca de las ocho cuando Ciro Smith y Harbert pusieron el pie en la cresta superior del monte en la cima del cono.

La oscuridad era completa entonces y no permitía a las miradas extenderse en un radio mayor de dos millas. ¿Rodeaba el mar aquella tierra desconocida, o se unía ésta hacia occidente a algún continente del Pací­fico? Todavía no se podía saber. Hacia el oeste una banda nebulosa muy marcada en el horizonte aumentaba las tinieblas, y la vista no podía distinguir si el cielo y el agua se confundían allí en una misma línea circular.

Pero en un punto de aquel horizonte apareció de improviso un vago resplandor, que fue bajando lentamen­te a medida que la nube subía hacia el cenit. Era el cuar­to creciente de la luna, muy delgado y ya próximo a desaparecer. Pero su luz bastó para dibujar claramente la línea horizontal, entonces separada de la nube, y el ingeniero pudo ver la imagen temblorosa del astro reflejarse un momento sobre una superficie líquida.

Ciro Smith tomó la mano del joven, y con voz grave:

—¡Isla! —dijo en el momento en que la luz de la luna se extinguía entre las aguas.

La isla misteriosa

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