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CAPÍTULO XV

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Al día siguiente, 17 de abril, las primeras palabras del marino fueron para preguntar a Gedeon Spilett:

—Y bien, ¿qué vamos a ser hoy?

—Lo que quiera el señor Ciro —respondió el corres­ponsal.

Ahora bien, los compañeros del ingeniero habían sido hasta entonces alfareros y en adelante iban a ser herreros.

La víspera después del almuerzo se había llevado la exploración hasta la punta del cabo Mandíbula, distante unas siete millas de las Chimeneas. Allí concluía la extraña serie de dunas y el suelo tomaba una apariencia volcánica. No se veían ya altas murallas como en la meseta de la Gran Vista, sino un bordado extraño y caprichoso que formaba como el marco de aquel estrecho golfo comprendido entre los dos cabos y compuestos de materias minerales vomitadas por el volcán. Los colonos al llegar a aquella punta habían retrocedido, y al caer la noche entraban de regreso en las Chimeneas; pero no se entregaron al sueño hasta que estuvo resuelta definitivamente la cuestión de permanencia o no permanencia en la isla Lincoln.

Era una distancia muy grande la de 1.200 millas que separaban la isla del archipiélago de las Pomotú. Una canoa no habría bastado para atravesarla, sobre todo al acercarse la mala estación; así lo declaró formalmen­te Pencroff. Ahora bien, construir una simple canoa, aun teniendo los útiles necesarios, era una obra difícil, y careciendo de instrumentos era preciso comenzar por fabricar martillos, hachas, azuelas, sierras, barrenas, cepillos, etc., lo que exigía bastante tiempo. Se decidió, pues, invernar en la isla de Lincoln y buscar un refugio más cómodo que las Chimeneas para pasar en él los meses de invierno.

Ante todo se trataba de utilizar el mineral de hierro, del cual el ingeniero había observado algunos yacimientos en la parte noroeste de la isla, y de convertir aquel mineral en hierro o en acero.

El suelo no contiene generalmente los metales en estado puro. En su mayor parte se hallan combinados con oxígeno o con azufre. Precisamente los dos ejemplares recogidos por Ciro Smith eran uno de hierro magnético carbonatado, y el otro pirita, o por otro nom­bre sulfuro de hierro. El primero, o sea óxido de hierro, era preciso reducirlo por medio del carbón, es decir, desembarazarlo del oxígeno para utilizarlo en estado puro. Esta reducción debía hacerse sometiendo el mineral mezclado con carbón a alta temperatura por el método catalán, rápido y fácil, que tiene la ventaja de transformar directamente el mineral en fusión y después la fusión en hierro, eliminando el tres o cuatro por ciento de carbón que se ha combinado con ella.

Ahora bien, ¿qué necesitaba Ciro Smith? Hierro y no fundición, y debía buscar el método más rápido de reducirlo. Por lo demás, el mineral que había recogido era por sí mismo muy puro y rico. Era ese mineral oxidado que hallándose en masas confusas de un color gris oscuro, da un polvo negro, cristaliza en octaedros regulares, produce los imanes naturales y sirve en Europa para elaborar esos hierros de primera calidad que tan abundantemente producen Suecia y No­ruega.

No lejos de aquel yacimiento se hallaba otro de carbón de piedra, ya explotado por los colonos. De aquí la gran facilidad para el tratamiento del mineral, pues que se hallaban inmediatos los elementos de fabricación. Esto es lo que constituye también la prodigiosa riqueza de las explotaciones de Inglaterra, donde la hulla sirve para hacer el metal extraído del mismo suelo y al mismo tiempo que ella.

—Así, pues, señor Ciro —dijo Pencroff—, ¿vamos a trabajar mineral de hierro?

—Sí, amigo mío —respondió el ingeniero—, y para eso, si a usted no le parece mal, comenzaremos por cazar focas en el islote.

—¡Por cazar focas! —exclamó el marino volviéndose hacia Gedeon Spilett—. ¿Necesitamos focas para fabricar hierro?

—Eso será, pues que lo dice el señor Ciro —respondió el corresponsal.

Pero el ingeniero había salido ya de las Chimeneas, y Pencroff se preparó para la caza de focas sin haber obtenido más explicaciones.

En breve Gedeon Spilett, Harbert, Nab y el marino se hallaron reunidos en la playa en el punto en que el canal dejaba un estrecho paso vadeable en la baja marea. La marea estaba en lo más bajo del reflujo, y los cazadores pudieron atravesar el canal sin mojarse hasta más arriba de las rodillas.

Ciro Smith ponía por primera vez el pie en el islote, y sus compañeros la segunda vez, pues era allí donde el globo les había arrojado al principio.

Al desembarcar, algunos centenares de pingüinos les dirigieron sus cándidas miradas. Los colonos, armados de garrotes, habrían podido matarlos fácilmente, pero no pensaron en entregarse a aquella matanza doblemente inútil, porque importaba no asustar y los anfibios se habían echado sobre la arena a pocos cables de distancia. Respetaron también varios bocineros muy inocentes cuyas alas, reducidas al estado de muñones, se achataban en forma de aletas guarnecidas de plumas de aspecto escamoso.

Los colonos avanzaron con prudencia hasta la pun­ta norte, caminando por un suelo acribillado de hoyos que formaban otros tantos nidos de aves acuáticas. Ha­cia el extremo del islote aparecían grandes puntos negros que nadaban a flor de agua, semejantes a puntas de escollo en movimiento.

Eran los anfibios que se trataba de capturar. Era preciso cogerlos en tierra, porque aquellas focas, con su vientre estrecho, su pelo corto y apretado, su figura pusiforme y su disposición excelente para nadar, son difíciles de coger en el mar, mientras que en tierra sus pies cortos y palmeados sólo les permiten un movimiento de reptil muy pesado.

Pencroff conocía las costumbres de estos anfibios y aconsejó esperar a que se hubieran tendido en la arena a los rayos del sol, que no tardaría en hacerles dormir profundamente. Entonces convendría actuar de manera que se les cortara la retirada y se dirigiesen los golpes a las fosas nasales.

Los cazadores se ocultaron detrás de las rocas del litoral y esperaron en silencio.

Transcurrió una hora antes de que las focas volvieran a tierra para solazarse en la arena. Había media docena: Pencroff y Harbert salieron entonces para doblar la punta del islote, tomarles la playa y cortarles la retirada mientras Ciro Smith, Gedeon Spilett y Nab, trepando a lo largo de las rocas se dirigían hacia el futuro teatro del combate.

De pronto, la alta estatura del marino se irguió y Pencroff dio un grito. El ingeniero y sus dos compañeros se lanzaron apresuradamente entre el mar y las focas. Dos de aquellos animales quedaron muertos en la arena a impulsos de varios golpes vigorosos, pero los demás pudieron llegar al mar y escapar.

—Aquí están las focas pedidas, señor Ciro —dijo el marino adelantándose hacia el ingeniero.

—Bien —respondió Ciro Smith—. Haremos de ellas fuelles de fragua.

—¡Fuelles de fragua! —exclamó Pencroff—. ¡Vaya unas focas con fortuna!

Era, en efecto, una máquina para soplar lo que el ingeniero necesitaba para el tratamiento del mineral, y pensaba fabricarla con la piel de aquellos anfibios.

Su longitud era mediana; no pasaban de seis pies, y tenían la cabeza semejante a la de un perro.

Como era inútil cargarse con un peso tan considerable como el de aquellos animales, Nab y Pencroff resolvieron desollarlos en el mismo lugar, mientras Ciro y el corresponsal acababan de explorar el islote.

El marino y el negro ejecutaron diestramente su ope­ración, y tres horas después, Ciro Smith tenía a su disposición dos pieles de foca, que pensó utilizar en aquel estado, sin curtirlas.

Los colonos debieron esperar a la baja marea, y después atravesaron el canal de regreso a las Chimeneas.

No fue pequeño trabajo el de extender aquellas pieles sobre bastidores de madera destinados a mantenerlas tendidas, y coserlas después con fibras para que pudiesen tomar aire sin dejarlo escapar por más sitio que el conveniente. Fue preciso renovar la operación mu­chas veces. Ciro Smith sólo tenía a su disposición las dos hojas de acero procedentes del collar de Top, y sin embargo fue tan diestro y sus compañeros le ayuda­ron con tanta inteligencia, que tres días después los útiles de la pequeña colonia habían aumentado con una máquina de soplar destinada a inyectar el aire en el mineral cuando fuese tratado con el calor, condición indispensable para el buen éxito de la operación.

El 20 de abril por la mañana comenzó el período metalúrgico, como le llamaba el corresponsal en sus notas. El ingeniero, como hemos dicho, estaba decidido a trabajar en el yacimiento mismo del carbón y del mineral. Ahora bien, según sus observaciones, estos dos yacimientos estaban situados al pie de los contrafuertes del nordeste del monte Franklin, es decir, a una distancia de seis millas. Por consiguiente, no podía pensarse en volver todos los días a las Chimeneas, y se convino en que la colonia acamparía bajo una choza de ramas de árbol a fin de seguir noche y día la importante operación.

Aprobado el proyecto, se pusieron en marcha desde por la mañana. Nab y Pencroff llevaban en un cañizo el fuelle, y cierta cantidad de provisiones vegetales y animales, que además podían renovarse por el camino.

El que siguieron fue el de los bosques del Jacamar, atravesándolos oblicuamente de sudeste a noroeste, y en su parte más espesa. Allí fue preciso abrir una senda que debía formar en adelante la arteria más interesante entre la meseta de la Gran Vista y el monte Franklin. Los árboles, pertenecientes a las especies ya reconocidas, eran magníficos. Harbert señaló otros nuevos, entre ellos varios dragos que Pencroff trató de puerros pretenciosos, porque a pesar de su altura, eran de la misma familia de las liliáceas a la que pertenecen la cebolla, el cebollino, el chalote o el espárrago. Estos dragos podían dar raíces lechosas, que cocidas son excelentes, y que sometidas a cierta fermentación producen un licor muy agradable. Por lo mismo, los colonos hicieron abundante provisión de ellas.

El camino a través del bosque fue largo y duró el día entero, pero permitió a los exploradores observar la fauna y la flora del país. Top, encargado especialmente de la fauna, corría entre las hierbas y la espesura, levantando indistintamente toda especie de caza. Harbert y Gedeon Spilett mataron dos canguros a flechazos y además un animal que se parecía mucho a un erizo y a un oso hormiguero; al primero, porque se hacía una bola y erizaba sus púas, y al segundo porque tenía uñas cavadoras, un hocico largo y delgado que terminaba en pico de ave, y una lengua extensible guarnecida de espinas que le servían para sujetar los insectos.

—¿Y a que se parecerá cuando esté en la olla? —preguntó Pencroff.

—A una excelente carne de vaca —respondió Har­bert.

—No podemos pedirle más —contestó el marino.

Durante esta excursión, se vieron algunos jabalíes, que no trataron de atacar a la caravana. Tampoco parecía que debiera temerse el encuentro de fieras, en una espesura, cuando de pronto al corresponsal le pareció ver a pocos pasos entre las primeras ramas de un árbol, un animal que creyó ser un oso, y se puso a dibujarlo tranquilamente a lápiz. Por fortuna para Gedeon Spi­lett, el animal no pertenecía a esa temible familia de los plantígrados. Era tan sólo un koula, más conocido por el nombre de perezoso, que tenía el tamaño de un perro grande, el pelo erizado y de color pardo sucio, y las patas armadas de fuertes garras, lo que le permitía trepar a los árboles para alimentarse de hojas. Averi­guada la identidad de dicho animal, al cual se procuró no molestar en su ocupación, Gedeon Spilett borró la palabra oso de la leyenda de su croquis, puso en su lugar koula, y continuó su camino.

A las cinco de la tarde, Ciro Smith daba la señal de alto. Hallábanse fuera del bosque, al pie de aquellos poderosos contrafuertes que apuntalaban el monte Franklin hacia el este. A pocos centenares de pasos corría el Arroyo Rojo, por consiguiente el agua potable estaba cercana.

Organizóse inmediatamente el campamento, y en menos de una hora, al extremo del bosque, entre los árboles, se levantó una cabaña de ramas mezcladas con lianas y empastada de tierra gredosa que ofrecía un abrigo suficiente. Dejáronse para el día siguiente las investigaciones geológicas; se preparó la cena, se encendió un buen fuego delante de la cabaña, se dio vueltas al asador, y a las ocho, mientras uno de los colonos velaba para conservar la hoguera por si algún animal peligroso vagaba por los alrededores, los demás dormían con sueño tranquilo.

Al día siguiente, 24 de abril, Ciro Smith, acompañado de Harbert, fue a buscar los terrenos de formación antigua, donde ya había encontrado una muestra de mineral. Halló el yacimiento a flor de tierra, casi en las fuentes mismas del arroyo, al pie de la base lateral de uno de los contrafuertes del nordeste. Aquel mineral, muy rico en hierro, contenido en su ganga fusible, convenía perfectamente al método de reducción que el ingeniero pensaba emplear, es decir, al método catalán, pero simplificado como se usa en Córcega.

En efecto, el método catalán propiamente dicho exi­ge la construcción de hornos y crisoles, en los cuales el mineral y el carbón colocados en capas alternadas se transformen y reduzcan. Pero Ciro Smith pretendía eco­nomizar hornos y crisoles, y quería formar simplemen­te con el mineral y el carbón una masa cúbica, al centro de la cual se dirigía el viento de su fuelle. Éste era sin duda el procedimiento que emplearon Tubalcaín y los primeros metalúrgicos del mundo habitado. Ahora bien, lo que había dado buenos resultados a los nietos de Adán, y lo que los daba todavía en los países ricos en mineral y en combustible, no podía menos de dar­los en las circunstancias en que se encontraban los colonos de la isla de Lincoln.

Recogióse también la hulla como el mineral, sin trabajo y no lejos de la superficie del suelo. Primeramente se desmenuzó el mineral en pequeños trozos, quitándole con la mano las impurezas que manchaban su superficie. Después, carbón y mineral fueron depositados en un montón por capas sucesivas y alternadas, como hace el carbonero con la leña que quiere carbonizar. De esta manera, bajo la influencia del aire proyectado por la máquina soplante, debía el carbón transformarse primero en ácido carbónico y después en óxido de carbono, encargado de reducir el óxido de hierro, o lo que es lo mismo, de desprender el hierro del oxígeno.

Así pues, el ingeniero procedió a la operación. El fuelle de piel de foca, provisto en su extremo de un tubo de tierra refractaria, fabricado antes en el horno del de la vajilla, fue colocado cerca del montón de mineral. Movido por un mecanismo cuyos órganos consistían en bastidores, cuerdas de fibra y contrapesos, lanzó sobre la masa de hierro y carbón un chorro de aire que, elevando la temperatura, contribuyó también a la trasformación química que debía producir hierro puro.

La operación fue difícil. Necesitóse toda la paciencia y todo el ingenio de los colonos para llevarla a buen término; pero al fin salió bien y el resultado definitivo fue una masa de hierro reducida al estado de esponja que fue preciso cimbrar y machacar, es decir, forjar para despojarla de la ganga líquida que contenía. Era evidente que faltaba el martillo a aquellos herreros improvisados; pero al fin se hallaban en las mismas condiciones en que había estado el primer metalúrgico e hicieron lo que éste tuvo naturalmente que hacer.

La primera masa recibió por mango un palo y sirvió para forjar la segunda en un yunque de granito, con lo cual se llegó a obtener un metal grosero, pero utilizable.

Por fin, después de muchos esfuerzos y fatigas, el 24 de abril se habían forjado varias barras de hierro que se transformaron en útiles: pinzas, tenazas, picos, azadones etc., que Pencroff y Nab declararon ser verdaderas joyas.

Pero aquel metal no podía prestar grandes servicios en estado de hierro puro, sino principalmente en estado de acero. Ahora bien, el acero es una combinación de hierro y carbón, que se saca, ya de la fundición quitando a ésta el exceso de carbón, ya del hierro, añadiendo a éste el carbón que le falta. El primero, obtenido por la descarburación en la fundición, da el acero natural o puddle. El segundo, producido por la carburación del hierro da el acero de cementación.

Este último era el que buscaba naturalmente Ciro Smith con preferencia, pues poseía el hierro en estado puro; y consiguió fabricarlo, calentando el metal con carbón en polvo, en un crisol hecho de tierra refractaria.

Después aquel acero, que es maleable en caliente como en frío, fue trabajado por medio del martillo. Nab y Pencroff, hábilmente dirigidos, hicieron hierros de hacha, los cuales, calentados hasta el rojo y sumergidos después inmediatamente en agua fría, adquirieron excelente temple.

Otros instrumentos, groseramente fabricados como puede suponerse, salieron de aquella fragua, como hojas de cepillo de carpintero, hachas, azuelas, láminas de acero que debían trasformarse en sierras, escoplos, aza­dones, palas, picos, martillos, clavos, etc. En fin, el 5 de mayo terminaba el primer período metalúrgico, los herreros volvían a las Chimeneas y nuevas tareas iban a autorizarles en breve a tomar una nueva denomi­nación.

La isla misteriosa

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