Читать книгу La hija del huracán - Kacen Callender - Страница 10
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Sé que algo va mal cuando llego a clase a la mañana siguiente y me encuentro a una niña con torsiones delante del altar de la iglesia. Nada más verme, da un bote, gira sobre sus talones y echa a correr hacia la puerta trasera de la iglesia mientras chilla:
—¡Caroline Murphy está aquí! ¡Caroline Murphy está aquí!
Grita tan alto que temo que Jesucristo y la cruz se caigan del muro. No sé qué traman, pero no soy ninguna cobarde, así que salgo de la iglesia por la puerta trasera y llego al caluroso patio interior. Un semicírculo de niñas me espera como una turba dispuesta a quemarme en una hoguera. Todas sostienen piedras.
—¿Por qué ya no tienes mamá, Caroline? —pregunta una de ellas.
La conozco bien, es Anise Fowler. Lleva el pelo planchado y algunos días casi diría que le huele a quemado. Siempre lleva las uñas pintadas porque su madre la lleva al spa. Hoy, las uñas son de un color rojo escarlata.
Espera mi respuesta. Todos la esperan.
—Sí que tengo mamá —les digo.
—Dicen que se fue con otro hombre.
No sé si realmente lo ha oído por ahí o si solo se lo inventa.
—No es verdad.
—Tú serás igual que ella —espeta Anise—. Te largarás con algún hombre.
—¿Como tu madre? —pregunto, ya que eso lo sabe todo el mundo; todas lo comentan entre susurros porque se lo han oído a sus padres, aunque nadie se lo dice a Anise a la cara.
A Anise le tiembla la sonrisa. No necesita hacer ninguna señal. Todas saben que deben empezar a tirar las piedras en ese preciso momento. Son pedruscos pequeños y no van a matarme, pero el barro me ensucia la blusa blanca y las partes afiladas de las piedras me arañan las orejas, las mejillas, las rodillas y las manos cuando me protejo los ojos. Anise apunta directamente a los ojos.
Cuando se quedan sin pedruscos que tirar, me miro las manos. Están manchadas de rojo y empiezan a brotar gotitas de sangre. Miro a las caras sonrientes que me rodean, me agacho para coger un puñado de guijarros del suelo y se los tiro con tanta fuerza como puedo, a todas y cada una de ellas, incluso a las que solo miraban. Ellas gritan y se dispersan, excepto Anise. Cojo la piedra más grande que encuentro y apunto a su cabeza. La piedra le da en la ceja y Anise cae al suelo.
Tres profesoras, con la señora Wilhelmina al frente, entran corriendo en el patio. Hay polvo y piedras por todas partes, y yo estoy en el medio, con las trenzas deshechas y la blusa manchada, mientras un montón de niñas me señalan y les gritan a las profesoras que yo tiré las piedras.