Читать книгу La hija del huracán - Kacen Callender - Страница 12
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Un día antes del incidente de las piedras, yo me sentaba sola en clase, rodeada de pupitres y polvo de tiza. También me senté sola a la hora de comer, como siempre, en la pequeña y asfixiante cafetería, donde los pies se pegan a las baldosas y las mesas de plástico están manchadas de zumo de frutas; de vez en cuando, alguna salamandra se desliza entre las mosquiteras con su piel traslúcida y podemos verle los órganos sobre el cristal de la ventana.
Yo miraba a las alumnas, que ni se acercaban a mí ni me miraban, porque no hacían más que darme azotes en el culo, y porque preguntaba demasiado en clase y sabía demasiadas respuestas. Jamás me habían prestado la más mínima atención. Podía haber sido invisible, porque todas pasaban a mi lado riéndose y gastándose bromas, y se sentaban juntas en sus mesas de siempre. Nadie me decía: «Siéntate con nosotras, Caroline». Así que me pasaba el resto de la comida sintiendo lástima de mí misma y tratando de recordar que los niños que siempre estaban solos, como yo, eran los que luego crecían y llegaban a ser alguien que todos desean ser.
Un día después del incidente de las piedras, no ha cambiado nada, salvo que ahora las niñas me miran cuando yo las miro. Se inclinan hacia sus amigas, cuchichean y se ríen. Anise está sentada al otro extremo de la cafetería, pero su voz me llega por encima de los murmullos.
—Esa Caroline Murphy es una buscona —dice, aunque no dice «buscona» sino algo peor, pero mi madre me habría dado una tunda por decir esa palabrota—. Mirad lo que me hizo. Me han tenido que dar puntos y encima dicen que me quedará cicatriz. Es lo que pasa cuando no te educan bien.
Y sus amigas chasquean la lengua con desdén y sacuden la cabeza, tal y como han visto hacer a sus madres en las comidas con té de citronela, setas y pescado salado. Solo hay una chica que, aunque me mira cuando la miro, no parece tan ofendida como el resto. Es blanca, es amiga de Anise y se sienta en la misma mesa que las otras, pero no la he oído hablar en mi vida. No sé si será sorda, muda o simplemente prefiere no pronunciar palabra, igual que el Gran Jefe de Alguien voló sobre el nido del cuco, que solo conozco porque es uno de los libros que mi madre me leía en alto por la noche, cuando yo me acurrucaba a su lado en su cama blandita y le pedía que siguiera leyendo aunque ya tenía la voz ronca, y odiaba a mi padre cuando nos abría la puerta y me decía que me fuera a mi cuarto porque quería dormir.
La niña se llama Marie, pero todo el mundo la llama María Antonieta porque es blanca. Tiene el pelo amarillo y los ojos azules, y el aspecto que el resto del mundo piensa que todos deberíamos tener, porque dicen que las personas con el pelo amarillo y los ojos azules son más bellas que los demás, aunque no entienden que les han lavado el cerebro para pensar eso porque era lo que las personas con el pelo amarillo y los ojos azules querían que creyeran. Por eso, cuando vi a Marie por primera vez, decidí que no me caía bien, porque ella le cae bien a todo el mundo automáticamente por tener ese aspecto y yo le caigo mal a todo el mundo por tener el mío.
Me sigue sin caer bien, pero mientras Anise continúa hablando en voz alta, María Antonieta me observa en silencio y, cada vez que nuestros ojos se encuentran, baja la vista a la mesa. Luego vuelve a mirarme otra vez y otra vez y otra vez, hasta que, cuando termina la hora de comer, la he pillado mirándome casi dieciséis veces. Son muchas veces, así que supongo que querrá algo de mí. Decido preguntarle directamente en vez de pasarme el resto del día con dudas.
—Hola —le digo a Marie en el pasillo.
Me tiemblan las manos, así que me las echo a la espalda, donde nadie más las ve. Anise está tan cerca de nosotras que podría escupirme a la cara; y a lo mejor lo hace, cuando termine de hacer esa mueca exagerada de horror y asco para todo su público.
Marie también parece sorprendida, pero asiente a modo de saludo.
—¿Quieres dar un paseo después de clase? —le pregunto, porque sé que vive en Frenchtown, que es donde viven la mayoría de los blancos de Santo Tomás, junto a la costa.
Marie duda; luego, mira a Anise y a sus otras amigas, me mira y niega con la cabeza. Se marcha, y Anise se echa a reír a carcajadas y empieza a gritarles a sus amigas:
—¿Pero qué hace? ¿Quién se cree que es?
E incluso entonces, aunque Marie sonríe igual que las demás, la veo girarse para mirarme en el pasillo, como si intentara enviarme un mensaje telepático; pero yo no estoy conectada a la frecuencia apropiada para recibirlo.