Читать книгу La hija del huracán - Kacen Callender - Страница 13
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Cuando llego a casa, mi padre aún no ha vuelto del trabajo. Me quito con los pies los zapatos y los calcetines, y los dejo tirados en la puerta de mi dormitorio, como siempre, y veo el diario que me dio la directora Joe en la mesilla de noche. Lo cojo, pensando que a lo mejor sí que le escribo una carta a mi madre, pero luego lo arrojo lejos de mí con todas mis fuerzas. El diario choca con una lámpara que a mi madre le pareció exquisita en cuanto la vio y la compró inmediatamente, y me dio una sorpresa cuando la puso en mi habitación en vez del salón, donde todos podrían verla. La lámpara cae al suelo y se rompe en mil pedazos, algunos tan pequeños que son casi polvo.
Estoy por tirarme al suelo y llorar, pero llorar no va a ayudarme, por lo que en vez de eso huyo de casa. Cierro de un portazo la puerta con mosquitera y corro descalza por el agua estancada, saltando sobre las raíces e hiriéndome los pies con las piedras, hasta que llego a la barca azul de mi padre. Inspiro hondo y jadeo, y tiro y gruño hasta que los brazos se me vuelven líquidos y me tiemblan las piernas, sudo al calor de la tarde y los mosquitos se me enredan en el pelo; pero no me detengo hasta que la barca vuelve a estar boca arriba. Tomo aire otra vez y empujo, empujo, empujo hasta que llega a la orilla del agua. No sé adónde voy, no sé dónde está mi madre, pero no importa. Decido que las olas me llevarán hasta ella. Me subo a la barca y el mar me sacude arriba y abajo, arriba y abajo. Y, cuando tomo los remos, la veo: sentada al otro lado de la barca, enfrente de mí, como una vieja amiga cuyo nombre no recuerdo.
Los ojos le brillan como dos lunas llenas, pero todo lo demás es negro y apenas puedo verla, como si solo existiera cuando la miro de reojo y desapareciera si intento fijarme en ella.
Me quedo quieta. Escucho el suave sonido del agua al chocar contra el casco de la barca y miro el océano que se ha abierto frente a mí, tranquilo y liso como un cristal negro. Ella ya se ha ido, pero susurro:
—Mamá, ¿eres tú?
Nada responde salvo los vientos alisios, que se me enredan en el pelo. Hace rato que la mujer de negro se ha ido, pero todavía la siento cerca de mí. En la lejanía, oigo que mi padre grita mi nombre:
—¡Caroline! ¡Caroline! ¡Caroooline!
Salto de la barca. Los pies se me hunden en el agua salada y la arena, y las heridas me escuecen, y empujo la barca a través del limo del manglar muerto hasta que encalla en la tierra. Para cuando regreso a casa de mi padre, estoy cubierta de barro y lágrimas. Él me espera en lo alto de la escalera; la luz de la casa resplandece a través de la mosquitera. Creo que va a chillarme y, por un instante, él debe de pensar lo mismo; pero entonces me ve y abre los brazos y me estrecha con fuerza, y me acaricia el pelo igual que haría mi madre. No me abraza hasta que le pido que me suelte, pero aprecio igualmente el detalle.
Y me siento mal, porque sé que voy a dejarlo solo aquí, en esta casa, igual que nuestra madre nos abandonó a los dos.