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—No voy a expulsarla, señorita Murphy —dice la directora.

Yo estoy sentada sobre las manos en su despacho, un lugar estrecho y caluroso con estanterías que cubren todas las paredes. En cada uno de los estantes se agolpan un montón de libros y papeles sueltos, que parecen a punto de echar a volar por la estancia como un tornado. Hay tantos libros y papeles que temo que se me caigan en la cabeza.

La directora no parece tener miedo. Se llama señorita Joe y solo se dirige a las alumnas por su apellido, porque dice que así sabemos que estamos destinadas a la excelencia, aunque yo no sé bien qué tiene mi apellido que ver con nada.

Ella continúa:

—Creo que está enfadada porque le han hecho daño y necesita ayuda para superar ese dolor. Así que no me quedaría la conciencia tranquila si la expulsara. Sin embargo, ya tiene dos faltas y, si vuelve a hacer algo parecido, no tendré más remedio que pedirle que se marche.

Hay una araña inspeccionando su tela en un rincón del despacho. La directora Joe se levanta con dificultad, porque los libros están por todas partes, bailando al borde del escritorio y los estantes, y amenazando con caerse al suelo. Se detiene despacio junto a mí, que estoy sentada en la silla.

—Todas las niñas necesitan a su madre.

Es todo lo que menciona acerca del tema antes de coger un libro de la estantería. No sé cómo puede encontrar algo ahí, pero simplemente alarga el brazo y escoge el libro de entre muchos otros. Tiene una encuadernación de cuero morado y un hibisco grabado en la cubierta. La directora lo hojea, arranca unas pocas páginas y luego me lo alarga. El papel es grueso y amarillo, con motivos de flores doradas en las esquinas. Decido que es el papel de libro más bonito que he visto.

—Escríbale cartas a su madre —dice la directora—. Así, algún día, si vuelve a verla, podrá decidir si se las da o no.

Me guardo el diario y le doy las gracias, porque mi madre me enseñó a decir gracias siempre que alguien me diera algo, pero no pienso escribir nada en ese papel. Es el primer regalo que me hace una persona que no es ni mi madre ni mi padre, y pienso guardarlo en la mesilla de noche y no dejar que se manche ni una sola de las bonitas hojas de papel.

La señorita Joe sonríe y añade:

—Eso sí, no tire más piedras.

La hija del huracán

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