Читать книгу La hija del huracán - Kacen Callender - Страница 6
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Mi padre y yo vivimos solos en la misma casa. Ninguno de los dos queremos marcharnos, por si acaso mi madre volviera y se encontrara la casa vacía. La fachada de la casa está pintada de azul y a la pintura le salen burbujas grandes cuando llueve, que yo me dedico a pinchar y pinchar hasta que explotan y el agua sucia me salpica el brazo. Hay un jardincito muy bonito de margaritas silvestres, que le encantaban a mi madre; pero desde que se marchó, las flores se van marchitando lentamente, por mucho que las riegue.
La casa también es bonita si la miras desde el océano. Yo solía mirarla desde la barquita azul de mi padre, la misma que tengo pensado robar para encontrar a mi madre. Desde que me caí de la lancha del señor Lochana, no me gusta mucho el océano, pero con mi padre siempre me siento segura. Antes me llevaba en la barca para que viera los peces nadando por el mar. No obstante, debíamos ir con cuidado al salir en la barca, porque a veces aparecían de la nada barcos grandes de turistas que pasaban a nuestro lado a toda velocidad y casi nos arrollaban, como las lanchas chocan a veces con los manatíes.
Hace un año y tres meses, poco después de que mi madre se marchara, mi padre me despertó a sacudidas y me miró con una sonrisa tan grande que pensé que el propio Jesucristo se había presentado en nuestra casa; eso o mi madre había regresado.
—Caroline, despierta —me dijo—. Tienes que ver algo.
Me cogió en brazos, aunque por entonces yo ya tenía once años y era perfectamente capaz de caminar, y me llevó fuera. Desde aquella posición, vi las luces brillar. Al principio tuve miedo, porque en el colegio me habían enseñado que a los esclavos a veces los arrojaban al agua antes de llegar a la isla. Pensé que las luces eran los fantasmas de esos esclavos y que venían a por mí, porque me tenían envidia por haber nacido libre.
Pero mi padre no tenía miedo. Dijo que no eran esclavos, sino medusas perdidas; perdidas, porque a Water Island nunca llegaban medusas que brillaran tanto. Me metió en la barquita y salimos a navegar. Las olas nos mecían arriba y abajo. A nuestro alrededor brillaban las luces, y era como si el mundo se hubiese confundido y se hubiera puesto boca abajo; nosotros flotábamos sobre las estrellas, y por encima de nuestras cabezas estaban las medusas y el mar.
—Es casi tan hermoso como el cielo —dijo mi padre.
Yo estuve de acuerdo hasta que metí la mano en el agua. Entonces las medusas me picaron y me salió un sarpullido que tardó varios días en curárseme.