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Veo las cosas que nadie más ve. Cuando salgo de clase y voy hacia la cafetería, salgo al patio y veo que al otro lado hay una mujer blanca de pie con un camisón, lejos de una multitud de pelo negro y rizado con uniformes verdiblancos. Cuanto más me acerco, más claro me queda que las niñas rodean a una sola persona: Kalinda. La mujer blanca también observa a Kalinda, pero en cuanto parpadeo, desaparece, y en el lugar donde estaba no queda más que un rosal muerto.

Las alumnas hablan a gritos en torno a Kalinda, emocionadas; incluso desde mi posición distingo que, cada vez que hay una pausa en mitad del ruido, es porque Kalinda habla. Quiero oír lo que dice. Tiene la voz tan seria y tan grave que seguro que todo lo que diga será importante. Probablemente sea la única persona del colegio a la que todas debamos escuchar.

En el umbral de la puerta del patio, dudo. Quiero unirme al grupo, estar con ellas y escuchar a Kalinda, pero también están ahí Anise, María Antonieta y las otras, y no sé lo que me harán. No sé si dirán algo que me avergüence delante de Kalinda. Lo mismo le cuentan que soy la niña más odiada de todo el colegio o le advierten de que es mejor no dirigirme la palabra. Y, si es así, a lo mejor Kalinda Harris también empieza a mirarme con asco.

El grupo suelta una gran carcajada y decido asumir el riesgo. Camino hacia ellas y me paro justo detrás. Me pongo de puntillas para mirar dentro del círculo. Kalinda se ha soltado las rastas para enseñar lo largas que son. ¡Le llegan hasta más abajo del trasero!

Debo de haber soltado una exclamación, porque de pronto Anise se fija en mí y me mira con una repugnancia tal que sé que piensa que no debería haber nacido.

—¿No empieza a apestar por aquí? —le pregunta a María Antonieta, que mira a su alrededor, confusa, hasta que me ve y asiente.

Anise dice esto porque hace unos pocos meses la piel me empezó a oler muy fuerte y desagradable, tanto que la señora Wilhelmina me llevó aparte y me dijo que tenía que ponerme más desodorante. Anise me ha torturado recordándomelo cada vez que me acerco, pero ahora, cuando lo dice, ya no sé si es verdad. Las otras niñas me ven, se tapan la nariz y abanican el aire con fuerza, y Kalinda, en el centro de todas, me mira fijamente. Yo también comienzo a desear no haber nacido. Giro sobre mis talones e intento caminar despacio, como si no me importara lo más mínimo que todas me miren y se rían. Como si no me importara absolutamente nada.

La hija del huracán

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