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La clase de la señora Wilhelmina bulle de emoción a la mañana siguiente. Ese tipo de emoción nunca acaba bien para mí. En general, las cabezas inclinadas juntas y las carcajadas que se escapan significan que Anise tiene algo planeado. Entro en la sala, esperando que comiencen a tirarme libros a la cabeza, pero respiro con alivio cuando veo que apenas me miran. Respiro con alivio. Vaya, casi parece que tengo miedo. Odio tener miedo. Odio ser cobarde. Decido que no voy a volver a respirar con alivio nunca.

Como todas me ignoran, me siento en mi pupitre y escucho los cuchicheos en torno a mí.

—¿La has visto?

—Parece una salvaje.

—Dicen que es de las Barbados.

No es mucha información, pero sumo dos más dos: hay una alumna nueva en clase. Nuestro colegio es tan pequeño que la última alumna nueva que tuvimos fue hace cuatro años. Era una niña que solo vino un día y luego se puso a llorar, sollozar y gemir, con los mocos cayéndole por la ropa y todo, y su madre tuvo que venir a buscarla antes de empezar el recreo. Nunca volvimos a verla.

La señora Wilhelmina entra en clase en ese momento y todas se callan como si estuvieran en la iglesia: se conocen mis azotainas lo bastante bien como para tenerle miedo a la profesora. Hoy tiene el gesto contraído, como si hubiera entrado en una sala y hubiera visto un jamón olvidado y cubierto de gusanos (algo que sucedió justo así en el puente de Acción de Gracias del año anterior). Cruza las manos sobre la barriga.

—Niñas —dice con su voz nasal, como si no solo pudiera ver el jamón, sino también olerlo—, tenéis una nueva compañera. Dad la bienvenida a Kalinda Francis.

Entra una niña y las cabezas se vuelven. Yo me estiro para verla mejor. Apenas se la ve desde detrás de las primeras filas. Aunque la señora Wilhelmina sigue allí, vuelven los cuchicheos sorprendidos y Anise dice algo que hace aullar a su grupo de hienas. La señora Wilhelmina se yergue y se hace grande hasta que la clase se calla de nuevo.

—Saluda, Kalinda —susurra la señora Wilhelmina, y su voz rebosa desagrado.

Solo veo son rodillas marrones y peladas, calcetines blancos y mocasines negros y relucientes, pero la voz que brota parece la de una mujer: es profunda y grave.

—Me llamo Kalinda Francis y tengo doce años.

Kalinda suena tan seria que podría estar hablando en un funeral. La señora Wilhelmina le dice que se siente en primera fila, junto a María Antonieta. Entonces le veo el pelo: lo lleva en rastas gruesas, retorcidas y atadas en la parte superior de la cabeza. ¡Es tan alto que es un milagro que no se le rompa el cuello! Abro mucho la boca al verla y no soy la única que se queda mirando. Si Kalinda se da cuenta, no parece que le importe mucho. Se sienta donde le han dicho y alza la cabeza, tanto y tan orgullosa que me recuerda a los cuadros de las reinas africanas que mi madre nos dejó colgados en las paredes del salón.

Cuando la señora Wilhelmina nos da la espalda para empezar la lección, Anise comienza a murmurar desde la segunda fila.

—Dicen que los rastafaris no se lavan el pelo. Por eso tienen hasta orugas ahí dentro. ¿Sabes lo del rastafari de Tutu? Un día se levantó y le dolía mucho la cabeza, así que se fue al médico, pero no le encontraron nada y lo mandaron a casa; pero le dolía la cabeza cada vez más, ¡hasta que un día se cayó al suelo muerto! Y cuando el médico fue a ver al rastafari otra vez, resulta que una araña le había hecho un nido dentro del pelo y le había perforado el cráneo.

Se oyen grititos y risas. Normalmente, la señora Wilhelmina se giraría, daría unas palmadas, y exigiría que la responsable saliera del aula y se quedara en el patio, a pleno sol, el resto de la hora (a menos que fuera yo; si fuera yo, me daría una azotaina en mitad de clase). Sin embargo, hoy sigue escribiendo con la tiza en la pizarra. Todas miran a Kalinda para ver si ha oído la historia del rastafari de Anise y, si es así, qué va a hacer al respecto.

Kalinda no finge que no ha oído nada. Mira a Anise con interés y dice:

—Conocía a ese hombre, era mi tío.

Los ojos de Anise se agrandan y todas las niñas del aula contienen el aliento, pero Kalinda sonríe y vuelve a mirar a la pizarra, y queda claro que era una broma, por lo que todas comienzan a reírse de una forma que la señora Wilhelmina no puede ignorar. Se da la vuelta, nos chista y golpea con el pie en el suelo hasta que nos callamos.

Decido, así de pronto, que Kalinda es una gran candidata a ser mi primera amiga. Alguien tan valiente como para enfrentarse a Anise de esa manera podría ser lo suficientemente valiente para enfrentarse al resto de la clase. Y, si lo hace, se dará cuenta de que todas son tontas y malas, y las dos nos sentaremos juntas en la cafetería y pasearemos juntas hasta la costa después de clase, y todas se darán cuenta de lo buena amiga que soy, tanto que también querrán caerme bien. Y, de repente, todo el mundo hablará conmigo, y nos pedirán a Kalinda Francis y a mí que nos sentemos con ellas a la hora de comer.

Una alumna nueva. Es casi como un sueño: que te vea alguien que antes jamás te ha mirado, alguien distinto a las mismas trece compañeras de clase que has tenido toda tu vida, alguien que no sea una profesora ni tu madre ni tu padre, alguien que no sepa quién has sido y que aún no haya decidido ni quién eres ni lo que serás. Es más que una oportunidad de crearme una identidad nueva. Es una oportunidad auténtica de convertirme en otra persona… o quizás, de convertirme en quien realmente soy.

Y, para mí, es la única oportunidad que tendré.

Pero en mitad de clase, me fijo en que Anise escribe una nota y se la pasa a Kalinda. Kalinda se gira, sorprendida, lee la nota, sonríe y asiente. Sin duda es una invitación para comer con Anise, María Antonieta y las otras hienas. No debería sorprenderme. Era obvio que no iban a dejar que Kalinda se sentara en ninguna otra parte después de lo que había hecho. Aunque a Anise no le gusten ni Kalinda ni los rastafaris, muy pronto todas en el colegio querrán hacerse amigas de Kalinda, y por eso Anise debe ser la primera. Antes de que me dé cuenta, mi primera oportunidad de tener una amiga ha desaparecido y aún no ha acabado ni la primera hora de clase.

La hija del huracán

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