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EL EFECTO PLACEBO
ОглавлениеCuando hacemos un cambio en nuestros hábitos diarios algunas veces parece que funciona. En muchas ocasiones experimentamos una mejora y esto nos anima a continuar, ya que nos parece que lo que estamos aplicando funciona bien, e incluso se lo recomendamos a nuestro entorno como si fuéramos unos expertos, unos fanáticos de ese producto o remedio milagroso.
Debemos comprender que no hay productos ni remedios naturales a la venta que sean la panacea, un «curalotodo» para nuestros problemas de salud. La razón es muy sencilla: el organismo humano es de una complejidad tal de sistemas y procesos que ni siquiera la ciencia actual, tan evolucionada y con toda la tecnología de última generación, conoce con precisión este laberinto diseñado por la naturaleza. La prueba de lo que digo es que cada día se hacen descubrimientos nuevos que sorprenden a científicos, físicos, bioquímicos, antropólogos, arqueólogos…, que contradicen los anteriores que se habían dado por válidos. ¿Cómo podemos creer que, con los años de evolución y esfuerzos de investigación vividos sin haber llegado a comprender esa totalidad del ser, puede haber un producto químico que no tiene nada que ver con el organismo o natural que pueda actuar en ese enorme conjunto de sistemas y resolver los problemas de todos a la vez solo con una pastilla?
El cambio introducido puede hacernos experimentar en nuestro organismo un alivio y una mejoría al abandonar los viejos hábitos; nosotros lo interpretamos como que la novedad incorporada para conseguir los objetivos que prometía está funcionando, cuando en realidad es el propio desconocimiento de nuestros procesos internos lo que nos lleva a esa deducción. Sin haber sido previamente diagnosticados ni correctamente asesorados, puede incrementar aún más el desequilibrio y crear deficiencias o excesos en nuestros órganos. Por intentar autogestionar nuestra salud podemos empeorar la situación. Lo que hayamos tomado, y que en un primer momento haya podido parecernos que estaba provocando un efecto positivo, puede convertirse en algo negativo si lo prolongamos.
A continuación, indico cuáles suelen ser los procedimientos más habituales para la mayoría de la sociedad que va a probar un producto panacea. Lo primero es haber escuchado repetidas veces sus virtudes —no demostradas— hasta hacernos reaccionar; no obstante, nunca hablan de las contraindicaciones. Esa repetición publicitaria nos hace creer que tiene que ser cierto, ya que todos cuentan lo mismo, cuando en realidad solo sucede que la fuente de información suele ser la misma —la industria que lo vende—, y el error siempre se propaga con más facilidad que la verdad.
Pongo como ejemplo el interés que mostramos cuando queremos probar algo nuevo y necesitamos mejorar alguna área concreta de nuestra salud. Si pretendemos conseguir remontar, por ejemplo, nuestro sistema inmunológico porque sentimos que estamos cansados sin motivo aparente, entonces deducimos que debemos tener las defensas bajas, sin que de esto tengamos ninguna evidencia concreta. Buscamos en internet cómo aumentar nuestras defensas y se muestran varios productos que, según la publicidad que los acompaña, parece que nos van a quitar años de encima, que proporcionan unos resultados espectaculares.
Casi siempre empezamos a consumirlo por la mañana en ayunas para que tenga más efecto, como suelen recomendar. En pocos días parece que nos sentimos mejor y damos por hecho que lo que leímos en su momento es totalmente cierto. Por tanto, seguimos con la nueva propuesta de desayuno ya convencidos de que es cierto lo que decían sobre el alimento o producto que estamos tomando, incluso nos volvemos un poco fanáticos. Si seguimos con el experimento durante un largo periodo, puede que sigamos sintiéndonos bien o, por el contrario, que volvamos a sentirnos mal y descubramos que no nos funciona. Si esto último se produce, está claro que la causa no tiene nada que ver con lo que estamos aplicando, y si nos seguimos sintiendo bien, eso confirma que los antiguos hábitos eran nefastos.
Mejoramos al abandonar el desayuno anterior: siempre la realidad metabólica que se produce es otra diferente a la que imaginamos, y voy a argumentar en qué suele consistir la mejora obtenida. Imagina que en tu hábito anterior tomabas, por ejemplo, café, leche, zumo de fruta, e incluso galletas, mermelada, pan, etc., para desayunar. Esta mezcla me atrevo a denominarla «bomba de relojería» para el organismo debido a las incompatibilidades y rechazos digestivos, así como por las reacciones inflamatorias y de intolerancia que presenta, además del excesivo gasto energético que tiene que efectuar el organismo para poder aceptarlo. Cada alimento de los que he puesto de ejemplo pertenece a un grupo diferente; eso significa que se necesitan enzimas muy distintas para digerir cada uno de ellos. Si el estómago segrega una enzima para las proteínas, como en este caso la leche, no puede segregar una para las frutas, es decir, que una anula a la otra —por decirlo fácil y rápido— y, como consecuencia, el organismo no aprovecha ningún nutriente. Pero eso no es todo lo que sucede, ya que, con una mezcla como esa en el estómago, que no se puede digerir, esta, al fermentar, produce un tipo de bacterias que provocan todo tipo de síntomas: gases, dolor e inflamación abdominal, diarrea o estreñimiento y muchos otros.
Que nos atrevamos a comer cualquier cosa no es garantía de que lo podamos digerir, lo procesemos y lo asimilemos, ya que son procesos que actúan por separado y pocas veces se consiguen los tres. Ante esta situación, más extendida de lo que se piensa, nuestra salud empieza a empeorar. Y lo hará a una velocidad que dependerá de la edad que tengamos. Podemos empezar a estar muy cansados antes o después por dos razones:
• Porque nuestro organismo se agota al tener que aportar toda la energía de reserva de la que dispone para intentar compensar y resolver ese desastre dietético «no digerible».
• Porque ninguno de los alimentos procesados, industriales y no óptimos —más la mezcla nefasta— puede llegar a convertirse en energía ATP1 en nuestras células y seguimos carentes de ella, desnutridos, hambrientos por falta de nutrientes, es decir, cansados..., pero, además, con altos picos de glucosa, ansiosos y con necesidad de tomar otro café con más azúcar para obtener un plus de energía rápida. Esto produce un circuito cerrado interminable y muy adictivo.
¿Qué sucede al introducir esa sustancia maravillosa que nos recomendaron? Simplemente que sustituimos el terrible desayuno que estábamos ingiriendo y, al liberar al cuerpo de esa agresión, este se sintió mucho mejor. No es que el nuevo producto aumente nuestras defensas, ni muchísimo menos, es que nuestro sistema se quitó de encima algo mucho peor, y lo que sea que estemos tomando como sustituto resulta menos dañino momentáneamente. No obstante, si pudiéramos analizar las defensas antes de introducir el cambio y después, casi seguro que estarían en el mismo punto. Por tanto, lo que quiero mostrar es que lo que nos recomiendan para las defensas no funciona de forma específica para esa función y la información es errónea… Pero prácticamente nadie lo comprueba.
Es cierto que podemos sentirnos mejor al desplazar o anular sustancias peores. Esta conclusión nos puede hacer pensar en aceptar cualquier remedio, aunque no produzca beneficios, y que nos puede funcionar para desplazar uno peor. Pero no es así en todos los casos, ya que, como he indicado antes, puede que estemos incrementando aún más los problemas porque desconocemos cuáles son las funciones y la repercusión que estas sustancias tienen realmente en nuestro organismo y cómo nos están afectando.
Cuando accedemos a una información nutricional resulta fundamental diferenciar:
• Valores nutricionales, basados en la cantidad de grasas, proteínas, azúcares, vitaminas…, sin diferenciar ni la procedencia, ni la calidad, ni la biodisponibilidad, solo una cantidad estándar.
• Valor energético, un cálculo basado en calorías que corresponde a uno matemático que proviene de la física y que muestra la cantidad de energía calorífica. Es un cálculo no nutricional.
• Propiedades, que suelen ser las cantidades de proteína, hidratos de carbono, etc. A veces se le añaden otras características no comprobadas que se le atribuyen de forma generalizada, cuya lista va siempre en aumento sin ningún control y nadie se atreve a desmentirla.
• Composición química, la única lista real que existe. En muchos alimentos ni siquiera se publica.
En mi opinión, todos estos datos carecen de precisión, ya que nunca son específicamente relativos al producto envasado, en cuya etiqueta los estamos leyendo, sino que se trata de datos aproximados preparados para incorporar de forma automática a la etiqueta. ¿Te imaginas que con cada alimento hubiera que hacer etiquetas nuevas y con diferentes valores nutricionales? Sería lo correcto, pero es impracticable para la industria. La realidad es que cada producto presentaría unas características y valores diferentes, únicos y variables en función del país de origen, la climatología y la estación y el proceso de recolección en concreto, más humedad, menos minerales según el estado del suelo, más o menos proteína por la clase de simiente utilizada, los antinutrientes en función de las plagas autóctonas del lugar… Así es como se comporta y actúa siempre la naturaleza: nada es idéntico.