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I
Río Tinto

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Mi abuelo nunca quiso llevarme a conocer el mar, por más súplicas truculentas que le hiciera. Era uno de sus muchos temas esquivos, al igual que la hermanable cicatriz legada por mi tío, marca que nunca accedió a enseñarnos pese a los más impertinentes ruegos de la nietada. No fue sino en Río Tinto donde mi alma hizo sus esponsales con el océano. En la perdida uniformidad de su espuma, saboreé la paz de una libertad que las montañas asfixiantes de mi tierra me negaban. El abismo de mi espíritu comenzó a llenarse con la dulzura salobre de sus ondas. Había descubierto mi segunda gran pasión. Tiempo tendría de sobra para unirla en devotas nupcias con mi amor por las armas.

Francisco de Sandoval Golfín, hijo del primer matrimonio de mi abuelo y trotamundos devoto, residía en Río Tinto dedicado a los más floridos negocios que un litoral fuera de la ley puede permitir, toda vez que por decreto legal tenía el encargo de defenderlo militarmente en nombre de los Austrias hispánicos. Eso le permitía el doble y ventajoso juego de poner la ley y poner la trampa, eliminando la competencia que se le tornaba especialmente molesta para sus múltiples y agitadas transacciones. Con escaso arraigo en Costa Rica, había comprado el título de alférez mayor de Cartago por cinco mil pesos extraídos a la dote de su mujer, pero tal inversión devino en sangría por el estado perpetuamente famélico de la Caja Real de mi tierra. Igualmente, la Caja de Granada le había ganado sus tributos como encomendero de Diriá, a los que tuvo que renunciar por la fuerza. El escaso afecto que tanto sinsabor le hizo tomar a su tierra paterna, más la poca simpatía que profesaba a mi abuelo –su propia madre sin duda debió haber mediado a tal fin– hizo que se arraigara en Honduras, tierra de su progenitora.

No obstante, en sus breves estancias en Cartago había entablado cierta relación afectiva, en lo que tal fuera posible, con mi madre. Unidos por un carácter poco expresivo, su tendencia a excluirse del resto de los mortales los hizo hablantes de un lenguaje propio, manteniendo dicho vínculo con una esporádica y lacónica correspondencia. Era el candidato a encubridor por excelencia. Acostumbrado a los retruécanos al margen de la ley, pronto entendió lo que se le pedía, quedando incluida en el juego su devota y sumisa mujer. Ya no era yo Santiago Matías de Sandoval y Ocampo, sino Nicolás Salgado, hijo único y sin arraigo, ahijado huérfano de su esposa, a quien el voto ante la pila de mi bautismo le obligaba a asumirme como vástago propio.

La vida en Río Tinto era tumultuosa y precaria. Nunca se sabía qué traería el mañana, suponiendo que hubiese alguno tras el horizonte. Solía creer a pies juntillas que, únicamente, en mi solar el Imperio se caía a jirones. Me equivocaba; también allá la autoridad española crecía caprichosamente para luego reventar y desaparecer como las burbujas de jabón, cediendo por turnos su puesto a caciques indígenas, contrabandistas suecos e ingleses, zambos mulatos y cuando la guerra en Europa atizaba, perros de mar de la peor progenie posible. Durante mis primeras semanas de estadía, temí que me descubriesen por el acento o por mi ignorancia de las costumbres locales. Temor vano. En aquella tierra de hombres deformes era yo un desfigurado más, desprovisto de pretérito. Podía darme el lujo de empezar de nuevo, sobre el polvo afectivo de mi presuntuosa familia.

El hermanastro de mi madre gozaba de pingües ganancias en los negocios de madera y pesquerías, adicionando tratos suculentos con contrabandistas rivales del Imperio como el rufián de Pitt, inglés carcomido de viruelas que se daba el lujo de hablar un desvergonzado español, mucho mejor que el de la mayoría de mis paisanos. Al igual que con los gobernadores de mi comarca, la paga estatal se atrasaba constantemente y debía ser cubierta por otras Cajas Reales. Pero a diferencia de sus colegas, no era Francisco de aquellos que se acuclillan a labrar mansamente la tierra para redondear sus ingresos. Sin ninguno de los escrúpulos que sujetaban a los más conservadores de mis parientes cartagineses, los negocios turbios con toda la plétora imaginable de truhanes eran una fuente más apetecible de dividendos extra.

Sus espléndidos contactos políticos y comerciales, algunos confesables y otros no, le permitieron a Francisco de Sandoval el que se le encomendara la inspección y valoración del castillo de Santa Bárbara en Trujillo, a fin de determinar la viabilidad de su reconstrucción tras años de abandono. Mi temprano conocimiento de las armas y de los rudimentos castrenses lo decidieron a nombrarme su capitán militar en dicha inspección. Pronto pasé a formar parte de la gente que imponía el orden en esa tierra lozanamente anárquica. El azul del mar y el pulso ondulante de su respiración era la fuente de donde yo tomaba mis energías, día con día. Lloré cuando supe de la muerte de mi madre, por boca directa de Francisco. Mi dolor se acrecentó al caer en cuenta que detrás de ella se iría también la frágil sombra de mi abuela, a quien aprendí a querer en su dulce demencia. La sal de esas lágrimas sería la única que daría al mar en nombre de mis ancestros. Atrás quedaban sepultados, así lo pensé entonces, el crimen que me infamaba y el villorrio mediocre, vegetando en su marasmo día con día, sitiado por montañas llenas de neblinas y espíritus tránsfugas que, llegado el momento, me reclamarían como uno más de los suyos.

Empezaba aquí un nuevo mundo, en el cual el graznido salitroso de las gaviotas liberaba a mi espíritu de la opresión de un cuerpo prematuramente estigmatizado. Era tiempo de ver para adelante y frotarse las manos. El viejo Pitt, como dije, se dedicaba al negocio de la madera y a la introducción de contrabando, pactando con mi tío para la adecuada marcha de sus sustanciosos alijos. Caí en gracia del viejo pícaro, verdadero fetiche viviente a quien le agradaba ver un rostro desfigurado como el de él, pero llevado con más gracia y donaire. Mi formación eclesiástica dio frutos inopinados. Mi agudeza mental era mayor a la del promedio y les encantaba a todos ver mi remedo de hombre seguro blandiendo armas y elaborando conspiraciones, cada cual más complicada y eficaz.

Los ingleses, franceses y holandeses comenzaron a admirar mi pericia en el trueque y en el cálculo de coimas. Me dediqué a cultivar el arte del regateo con toda la pasión del caso. Pero también descubrí que el regateo me servía cuando hacía entender que contaba con la fuerza y la disposición para degollar a la contraparte, si no se cumplían los pactos acordados. No dudé en ejecutar con mis propias manos a los delincuentes locales que la justicia, a medias oral, a medias escrita, condenaba. De no ser por la constante necesidad de proteger los variados negocios de mi tío, hubiera llevado mi vida como oscuro verdugo de una tierra deforme.

Pronto me empezó a incomodar la indolencia e impuntualidad de los míos. Un mundo ordenado es un mundo sumiso. Conforme llené mis pantalones largos y se me asignaron hombres, los sometí a la más severa disciplina, que incluía el látigo, un hermoso látigo hecho de liane, la sarmentosa planta urticante que crece en La Española y que un francés prófugo me dio como parte de un soborno para que no lo entregase a la horca. Pronto también aprendí a hablar con los ingleses y los zambos mosquitos en sus jergas caribeñas. Estos últimos tenían ya su oscuro reino en las costas de Nicaragua, viviendo del pillaje y el comercio ilegal al abrigo de la tutela británica. Los que llegaban a Río Tinto sentían un temor supersticioso por los hombres desfigurados. Los creían espíritus con la capacidad de transformarse en bestias o criaturas espeluznantes, embajadores provenientes de las más oscuras selvas que densan el alma. Logré hacerme respetar por ellos.

Me aficioné a sus brujos, los cuales invariablemente acompañaban a sus piraguas. El más sombrío de todos ellos vivía obsesionado con las víboras de terciopelo, de quienes creía obtener su poder. Lo acompañé en varias de sus sibilantes cacerías. El truco era acercarse a ellas, de tal manera que se irguieran y se mantuvieras expectantes, pero sin provocar su ya de natural extrema agresividad. Pronto aprendí a uniformar mi respiración con la del ofidio, replicando en mi cuerpo los tensos movimientos del reptil, manteniendo fija la mirada, hasta que la rapidez de mi mano por años entrenada en el sable de don José de Sandoval, las tomaba por el cuello sin darles tiempo a atacarme o a escupirme su veneno. Una nueva leyenda se unió a mi bien documentada falta de entrañas: las serpientes me ofrecían deferentes sus fauces, se veían reflejadas en mis ojos. Pronto aprendí a emplear su mirada, sus movimientos, su pulso y su resuello, como aderezos placenteros para condimentar la tortura o el interrogatorio de algún infeliz.

Al principio los míos se divertían con mis aficiones a la magia y al ocultismo. Lo consideraban una especie de manía personal, excusable por mi dedicación al trabajo. Pero al ver la severidad de mis ejecuciones y mis represalias hacia los rivales, los incompetentes o los rebeldes, pronto se cuidaron de hacerme bromas, aún a mis espaldas. Para los ingleses, era un criollo más loco que el promedio de sus paisanos, un espectro sin pasado a quien había que tener contento de cerca para evitarse un disparo de lejos.

La alquimia de la Bestia

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