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II
Las volubles manos de la Providencia

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Todo buen encantador de serpientes empieza su acto presentándose a sí mismo. No seré yo la excepción. Mi nombre fue Santiago Matías de Sandoval y Ocampo y nací en el año de 1660, durante el reinado de don Fernando VI, un veinticinco de julio, día de Santiago Apóstol, Santo Patrono de la infantería y del potente Imperio.

Mis ojos vieron la luz en el más perdido rincón de este mundo que pretende regir el manto de sus Católicas Majestades… Pocas veces pienso en mi lejana y harapienta Costa Rica, mucho menos en mi aldea natal. Si todavía existe, cosa que deploro, debe de estar aún allí, en el mismo valle en cuyos ejidos retocé de niño, a la sombra del volcán de agua, mole entre moles y centinela entre nubes, a más de dos leguas del villorrio. No hubo mozalbete de mi aldea que no creciera, convencido por sus mayores, de que por él se descendía a los Infiernos, ahítos de diablos esperando a la menor trastada nuestra para escalar por su cráter y llevarnos con ellos.

Aún recuerdo bien las casas dispersas y descuidadas, rumiando con sus paredes rotas y sin emplasto, sordas decepciones inconfesables. Recuerdo sus decrépitas techumbres de teja o paja y sus callejuelas estrechas, enmontadas y sin empedrado, hendidas de surcos y desniveles causados por el correr del agua en época de lluvias, o por el látigo silencioso del polvo en el verano. Solo el tránsito de las personas y el ganado que vagaba libre a su antojo, evitaban que la mala hierba las cubriese en su totalidad.

Es curioso que recordando mi aldea me dé cuenta de cuántas palabras, cuántos rostros, cuántas frases he sepultado junto a ella, haciendo con mi mente lo que el volcán no hizo por mí, a pesar de mis más encarecidos ruegos. Imposible olvidar sus achacosas iglesias de horcones y adobes, rotas por el ariete del tiempo y la indolencia. Y entre ellas, frente a la Plaza Mayor, la principal, la iglesia de mi santo patrono, edificada por mi tío abuelo don Alonso de Sandoval, en penitencia de su crimen. Consagrada a la gloria del Imperio, con sus campanas rotas, su ausencia de torres, su fangoso cementerio al sur y sus techos inmundos plagados de goteras y ratones, escaso mérito hacía de su alarde de poder sacro.

Ese era el reino de mi tío. Y diagonal a él, frente a la plaza, el Cabildo, el reino de mi abuelo, don José de Sandoval, encomendero y corregidor, comerciante y aristócrata terrateniente, alcalde y capitán de la compañía de arcabuceros de Cartago. Él representaba a mis ojos el imperio de este mundo, en medio de su oficina, su sala de armas, su cárcel y su astrosa tesorería. Todo ello sin ínfula virreinal, pero sin duda más sólido y pujante que el vejestorio eclesiástico contiguo, ya en franco deterioro a poco de haber sido construido; símbolo impecable de un imperio católico que no dudaba ni un momento en hincar el pie ante el poder de este mundo, cuando de escoger se trataba.

¿Qué más quieren que les diga? Sus ermitas ruinosas, curtidas de grietas escupidas a granel por el petulante pasar del tiempo. Sus cofradías corruptas y amantes del pavoneo en las procesiones de Semana Santa. Los tenebrosos penitentes que proclamaban el amor de Dios arrancándose jirones de carne sanguinolenta a punta de látigo, en las procesiones nocturnas. La iglesia de la Virgen morena, venerada por los naturales y despreciada por mis mayores. Las improvisadas tauromaquias en los desvencijados redondeles de la Plaza Mayor. Las carreras de caballos en el día de San Juan, con premio para el ganador tras alguna discreta tapia renegrida. Trigo al norte, canteras a poniente, alfarería en el sur. Y la vida, de una regularidad fatigosa, marcada por las estaciones y el talante del volcán, rota a veces por las intermitentes noticias provenientes del otro valle, sobre primos arruinados por las plagas y ranchos quemados por la soldadesca, a fin de obligarles a vivir en pueblos bajo el yugo de los impuestos. Polillas en invierno, ratones en verano, huracanes en Matina, zambos mosquitos en canícula, invasiones piratas cada generación y súbditos insociables todo el tiempo.

Y al sur de mi tierra, desde el ocaso hasta el levante, cortando en dos el espinazo de mi patria y el orgullo de sus conquistadores, la joya de la corona, la misteriosa tierra de Ará, el reino áspero de geografía truculenta, colosales tempestades, junglas aprisionadas en el claustro de una combustión perpetua y macizos montañosos de cimas eternamente condenadas, por unas cuantas centenas de pies, a no besar nunca los gélidos labios de las nieves perpetuas, atadas por sus faldones en sumisión eterna al ciego ardor de los trópicos. Bautizada Talamanca por el cruel explorador Diego de Sojo y Peñaranda, en recuerdo de su villa natal en la meseta castellana junto al Jarama, sería desde el inicio de la Conquista la más irreductible fortaleza de los nativos contra la espada y el crucifijo de mis mayores, baluarte sin conocer la ignominia de doblar las rodillas en el suelo. Cientos de soldados y misioneros entrarían allí para salir –los que pudieron– diezmados y ensangrentados, con las ambiciones y los sueños en un manojo de cristalería rota. Las fieras y cobrizas estirpes de esas lóbregas comarcas se ganarían, a pulso de sangre y de terror, el derecho a ser nombradas con espanto por sus autoproclamados amos, cuando de rendir cuentas a la Corona se tratase. Solo ante mis huellas sus recias arboledas se abrirían deferentes, al igual que una hija respetuosa se inclina al ver pasar ante sí a su progenitor.

Nunca conocí a mi padre. Conforme pasa el tiempo, más me convenzo de que mi madre tampoco. Vástago natural de la hija menor del altivo don José de Sandoval y Ocampo, fui salvado de la deshonra y del destino de hijo expósito por el ansioso juramento de mi madre de ser consagrado a las órdenes religiosas cuando naciese. Así lavaría su falta, salvaría mi alma y, aún más importante, restituiría el honor de la familia. El honor de la familia... Después de tantos años, ignoro cómo mi madre concurrió a la transgresión que le hizo traerme al mundo. Dotada de una belleza fría y esquiva, un rostro fino y una larguísima cabellera del color de la medianoche, era ajena y desdeñosa a la calidez del cuerpo, amante de las letanías y creyente compulsiva. El corazón le hubiese deparado el hábito de monja de clausura, de no haber intervenido la carencia de conventos para tal fin en mi tierra natal y el rechazo de mi abuela, María Ramiro, a alejarse de ella, niña mimada de sus ojos, a pesar de lo poco afectuosa que era mi madre.

El hermano de mi abuelo, don Alonso de Sandoval, vicario de la provincia y comisario del Santo Oficio, fue el receptor de la grávida promesa de mi madre y los pocos años en que el término de su vida coincidió con la mía, dedicó a mi persona una fidelidad y una devoción paternas que su investidura religiosa le hubiera vedado experimentar, de cualquier otra forma lícita. Creo que al igual que mi madre, en su ansioso celo por mi futura carrera sacerdotal, sintió que podía resarcir el crimen de haber apuñalado a mi abuelo, más de veinte años atrás, el día en que fue nombrado Alcalde de Cartago; suceso que junto a la identidad de mi verdadero padre, constituirían los temas prohibidos por excelencia en el seno de mi familia. Quizás después de todo, yo vine a este mundo con el propósito de expiar los ajenos pecados de mis mayores. ¿Quién podría saberlo?

Mis más tempranos recuerdos me llevan a la Iglesia Mayor de mi pueblo, recién edificada por mi tío abuelo de su propia bolsa y peculio y en la cual todos los días oía misa con mi madre y él. La sacristía al lado del altar se convirtió en el recinto privado en el cual yo recibiría mis primeras letras como futuro sacerdote y por decisión suya. Los años y los remordimientos convencieron a mi tío, que a la sazón ya pasaba de los sesenta, de que este mundo no era más que un fatigoso antro de ilusión y vanidad. Para cuando yo frisaba los seis años de edad y en Cartago se esparcía el terror por las noticias de piratas desembarcados en el puerto de Suerre, mi tío abuelo decidió ingresar en el claustro de la orden franciscana, único convento disponible en toda la provincia.

En su testamento me dejó una cuantiosa herencia, que a manera de congrua, sufragaría no solo mis futuros estudios eclesiásticos en el seminario de Guatemala, sino también una manutención sacerdotal digna. Igualmente, designaba la congrua de un novicio de órdenes menores, proveniente de uno de los valles circunvecinos y recomendado por el provincial de la orden a la cual mi tío se encomendaba. La condición que se le imponía para disfrutar de ella era radicarse temporalmente en el convento del señor San Francisco y enseñarme la cartilla y las primeras letras, amén de los rudimentos religiosos, en ausencia de una escuela de párvulos adecuada.

A mi abuela, segunda esposa de don José de Sandoval, y a quien mi tío siempre le profesó una simpatía que con su hermano tenía que forzar mediante el ariete de la falsedad, le heredó varias propiedades en el casco central de Cartago, así como una esclava angola, prontamente vendida para financiar los negocios de mi abuelo, y una joven y hermosa esclava mulata de piel más clara, la cual residía sola en la Puebla de los Pardos y que fue designada para mi cuido y crianza, además de atender a la precaria salud de mi abuela, dándole alivio a mi madre, que podía entonces dedicarse en cuerpo y alma a sus extenuantes devociones religiosas.

Así, al poco tiempo don Alonso de Sandoval murió para el siglo y dejó de existir en el silencio del claustro, con el espíritu tranquilo de quien sabe que ha arreglado todos sus negocios terrenales en vida. Suelo imaginarlo frotándose las manos, satisfecho y feliz de haber dejado en las manos volubles de la Providencia el menor encargo posible. Su sobrino carnal e hijo afectivo quedaba cobijado bajo buen alero: el novicio se encargaría de cultivar mi mente y formar mi espíritu, para cuando ingresase a la carrera sacerdotal, amparado por la dotación heredada. La joven y dulce esclava velaría por mi cuerpo y mi salud física. Carne y alma quedaban así a buen recaudo y debidamente encaminados. No se le podía pedir más a la vida. Lejos estaba el buen viejo de imaginar los dos tizones al rojo vivo que había estampado en mi piel y en mi corazón, los primeros de muchos que me marcarían y condenarían para el resto de mi existencia.

La alquimia de la Bestia

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