Читать книгу La alquimia de la Bestia - Luis Diego Guillén - Страница 20

I
Nuestra Señora de los Infiernos

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—Mamita, ¿puedo ir a jugar con las tinieblas?

—Está bien m’hijito, pero vuelva antes de que oscurezca…

Era ella y estaba allí… Y se me antojó dulcemente tierna y consoladoramente hermosa, a pesar de su traje negro y mortuorio, tan similar al que usase en vida como homenaje a mi nacimiento, desmesuradamente largo y arrastrándose por el suelo en infinitud de jirones desgarrados; sus facciones hundidas y mortecinas, cubiertas por un velo mortuorio ominoso y traslúcido; la piel de sus manos fantasmalmente blanca, tallada en el mismo mármol del que están hechos los palacios y los templos de ultratumba.

Era ella y me abrazaba llorando dulcemente sobre mi rostro, las lágrimas más sublimes y deleitosamente añoradas, mientras repetía una y otra vez: “¡Volviste, volviste, sos vos al fin, volviste para cuidarnos a todos, qué bendición de Dios, estás vivo!” Y no me percaté en ese momento que esa voz débil, mustia y afeminada, acariciando mis oídos con sus lágrimas, en nada se parecía a la voz de mi madre, yerma como la de toda persona ayuna de tentaciones. Pero ya nada de eso importaba; lo único en ese momento era que la tenía solo para mí, lazo decrépito tendido alrededor de mi cuello y de mi corazón. Pero de repente ya no era yo Santiago de Sandoval, náufrago míseramente abandonado en una playa engañosamente desconocida, sino Santiago Apóstol, santo patrono que a caballo volvía de la tumba para pisotear en nombre de la cristiandad a todos los infieles y los herejes, tal y como lo contemplase absorto de niño en la imagen de la capilla tutelar en la iglesia de mi tío. Pero caía entonces en la cuenta de que la cabalgadura no era para mí, infante de marina como era a pesar de mis yerros y desaciertos militares. Y súbitamente ya no era yo amo de una montura encabritada arrojándose a pecho descubierto contra las briosas cimitarras sarracenas, sino el despiadado y eficaz guerrero de alta mar que solía ser, abordando sable en mano la cubierta enemiga para decapitar cabezas a granel, inmune a las súplicas de piedad que osaban interponerme.

Pero no tuve tiempo de solazarme en el miedo del enemigo, pues ya mi brazo nervudo tumbaba con feroces golpes no de su sable sino de su machete, la densa floresta que osaba cerrarme el paso, en vez de podar testas al sol. Y era Ogún, el fiero y resuelto dios de piel oscura, que cincelaba la selva a su antojo para hacerse una inmensa corona de hojas y flores con las cuales ceñir sus sienes y proclamar su señorío sobre todo lo indómito y lo salvaje. Y he aquí que ya no era yo el dios africano, sino un numinoso emperador indígena en una suntuosa anda tejida con palmas, en la cual iba sentado como amo del mundo, ataviado con un espléndido penacho de flores y palmas, cetro altivo en mano, llevado por múltiples brazos sin rostro que no alcanzaba yo a discernir, mientras un fuerte látigo restallaba sobre sus adoloridas espaldas. Y súbitamente la luz del sol se derramó sobre mi cabeza y un espléndido cielo azul desplegó sus alas frente a mis ojos atónitos. Y mis manos se fueron cubriendo de plumas y mis piernas se fueron uniendo en una sola extremidad y mi lengua comenzó a silbar en sagradas lenguas herméticas al oído humano; y era ya un dios encarnado, la serpiente emplumada que se eleva a lo alto para entrar en comunión con todo lo creado y concebido, hasta que de repente un espantoso y quemante dolor de vísceras subió por mi garganta. Y vomité y todo mi cuerpo se retorció en un doloroso espasmo, convulsionando fuera de todo control y sosiego, para así precipitarme al suelo y verter violentamente el contenido de mis entrañas sobre la tierra nutricia. Y fue entonces que resurgí de la dolorosa emulsión de mi vientre, joven serpiente emplumada henchida de fuego que, concebida en la pureza de las entrañas de su progenitora, nuevamente ascendía imparable hacia el cielo proclamando su imperio sobre todas las cosas moldeadas con la luz del sol, fuego innombrable fraguado al inicio del tiempo.

Y ya no era yo la tétrica serpiente del culto de mis mayores, injustamente condenada a que la insensata descendencia de la mujer la pisotease por siempre en la cabeza. Era no dios hecho hombre, sino dios danzante en baile de mascarada alrededor de la hoguera, jugando a ser hombre que se convierte en serpiente. Y traía conmigo para enseñar a los mortales el secreto del maíz y del cacao, del aparejo y de la labranza, del fuego y del pedernal, del sacrificio humano y del arte de medir la vereda del tiempo, escrutando la permanente huida de los astros a través del dorso de la noche. Pero me abstuve de instruirles en el arte de la rueda, temeroso de que profanaran con ella sagrados sellos nocturnos. Y por mis venas corría el fuego solar y traía vida en abundancia para enseñar e instruir a las pobres criaturas extraviadas de este mundo de sombras, sin afán de expatriar a ningún alma de ningún paraíso, tal y como lo hiciese la insulsa serpiente que, a su peculiar manera, mis mayores veneraban devotamente.

Y entonces mi madre me abrazó contra su pecho y me rogó desesperada que no fuera a morir, porque Dios me había mandado para protegerles y me besaba el rostro y me arropaba y nuevamente era yo un dios emperador serpiente, reptando en andas sobre una silla de manos suntuosamente ataviada. Y crucé unas montañas indiscernibles y bajé por sus laderas hasta el valle que pueblan los que se creen vivos. Y todos salían de sus casas para contemplarme aterrados y la muchedumbre se congregaba ante mi presencia para luego retroceder ateridos de pavor. Y se invocaban conjuros contra las posibles desgracias que mi llegada presagiaba y las viejas beatas se desmayaban al verme y mi madre desfiló en frente mío danzando y brincando, proclamando feliz que el hijo pródigo por fin había retornado para gloria y salvación de todos los hombres.

Manos sin rostro entraron en el vientre en el cual yacía para tomarme fuera de allí y ser dado a luz y en vez de gemir como todo buen recién nacido que sabe el destierro que le espera, me negué violentamente y escupí, mordí, maldije y blasfemé. Y llorando mi madre me imploraba que me tranquilizara, pues para los que aman al Señor todas las cosas son para bien, pero eran tantas las manos y tanta mi debilidad de niño en brazos, que terminé expatriado de mi vientre materno para ser confinado a este mundo. Y de repente sentí como múltiples manos me tocaban por todo mi cuerpo para cerciorarse de que yo realmente existía y acariciaban mi cicatriz para atestiguar lo insensato de mi linaje. Y ante semejante agravio, empecé a alejar los dedos que me asediaban a punta de golpes erráticos y miré hacia la luz que yacía sobre mí y mi madre descendió desde lo alto sonriendo a través de su velo mortuorio, acercándose a mi rostro para decirme que no temiese y le bajaron suaves lágrimas que cayeron deliciosamente tibias sobre mi rostro, mientras repetía una y otra vez qué bendición divina era el que yo estuviese de vuelta.

Y dulcemente sonreí y acaricié su rostro lánguido y le dije cuán hermosa se veía envuelta en ese luto renegrido y ese velo que dejaba entrever vaporosamente una boca desencajada y de carrillos hundidos, virgen luctuosa de dientes desenfilados. Y en la dulzura del éxtasis no dudé en llamarla mi dulce Virgen de los Infiernos una y otra vez. Y desprendiéndome del grato lazo de sus descarnados brazos, suavemente me fui hundiendo en un túnel oscuro, al final del cual me esperaba henchido de luz un reseco trozo de suelo enladrillado. Y ella me miraba mientras yo caía lentamente y me sonreía y me decía adiós con las manos. Y tuve certeza en ese momento, como siempre lo había presagiado, de que era yo concebido de mujer que no había conocido hombre y que por lo tanto mi concepción era oscura, pero no por eso menos virginal. Y como todo hijo de virgen, no era mi padre conocido por ser tal una criatura fuera de este mundo. Y que por ser dios hecho hombre estaba yo destinado a grandes y terribles empresas, a purificar este mundo decrépito con el hálito del fuego sagrado, sierpe milenaria cuya aparición era vaticinio de hechos inescrutables y temibles por suceder.

Y entonces comprendí que mi encarnación en el crótalo divino estaba predestinada desde el inicio de los tiempos para romper el orden de las cosas, arrastrando conmigo a todas las criaturas en una primitiva danza de cáustico fuego sin nombre, con el único fin de contemplar una tierra nueva y un cielo nuevo, poblado de dioses nuevos y nuevos penitentes, iluminado por el fulgor de hogueras desconocidas. Y fue entonces cuando vislumbré que mi aparición era un presagio espeluznante y que había venido para poner a hijo contra padre, a esposo contra esposa y a hermano contra hermana. Y caminé por un sombrío sendero en la montaña oscura y vi que entre los oscuros entresijos de los árboles se retorcían figuras lastimeras y blanquecinas mesándose los cabellos, implorándome que huyese de allí cuanto antes. Deidad no deseada, abono maldito para toda la eternidad.

Y se quejaban y se lamentaban con llantos amargos y de repente bajé nuevamente de la montaña y volví a ver en el valle un pueblo de vivos que salían atónitos a contemplar una vez más mi llegada y comprendí que a pesar de su miseria, eran todos ellos mis súbditos. Y las entidades blanquecinas se dispersaron a través de los tenebrosos ramajes y bordeando el pueblo de los vivos, al cual les era vedado ingresar, se refugiaron en las altas y umbrosas montañas que se erguían tras el valle de luz, madres altivas de todo lo oscuro que puede haber en este mundo. Y desde allá el viento doliente me traía sus susurros escalofriantes y sus borrosas caras transidas de angustia, rogándome que no entrara en ellas, pues solo les llevaría la simiente del dolor y la perdición eternos. Y acechaban al pueblo en el valle y envidiaban a los que se creían vivos desde los oscuros cercados de sus ramajes, llevando a sus crías malditas y carentes de alma en los brazos, consolándoles con la leche infame que manaba de sus ubres flácidamente blasfemas, al no contar con el agua piadosa de la pileta bautismal para calmar su sed antigua e innombrable.

Y no dudé en decirme mientras acariciaba el rostro de mi madre a la distancia, que mi concepción inmaculada, por impía que fuese, era mía y solo mía y ello me situaba más allá del alcance de los mortales y de las criaturas innombrables. Y dulcemente arrebatado por esos felices pensamientos, fui llevado suavemente por manos gentiles e invisibles, que delicadamente me colocaron sobre el piso enladrillado al fondo del túnel. Y contemplando devoto a mi progenitora y redentora, me desvanecí lentamente en un grato éxtasis, invocando a mi madre sobrenatural, a mi dulce Señora de la Impía Concepción, a Nuestra Señora de los Infiernos.

La alquimia de la Bestia

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