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III
Duda razonable

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Si la misión de Juan Manuel era cuidarme, Antonio hubiera debido partir angustiado para Matina. Esa noche se hizo un puño en el suelo vuelto hacia la pared y más temprano que tarde empezó a roncar como un bendito, ajeno a lo que pudiera yo necesitar de él. No lo culpo; de igual forma no hubiera podido conciliar el sueño. Aún no digería este duro golpe del destino. ¡Treinta y cinco años después volvía exactamente al muladar del cual había salido! ¿Era esto una broma, un gigantesco, descomunal y estúpido sinsentido? ¿Había sufrido acaso el colmo de la mala suerte, el más colosal despiste que la fortuna había perpetrado desde que el mundo es mundo? ¿O acaso una mano invisible realmente me ceñía la cintura y me estaba llevando hacia donde no quería ir? Enfurecido y asustado comencé a lloriquear quedamente, maldiciendo y renegando de mi suerte, de mi estúpida mala suerte, golpeando con los puños de mis adoloridas manos el suelo del cual solo una estera me separaba. Un flato inofensivo por parte del cholo Juan Manuel me hizo recapacitar y detenerme en seco. Respiré entrecortadamente, mientras me obligaba con voz de capitán a ponerme en mi lugar y a pensar con claridad, tratando a mi miedo como se trata a un grumete díscolo e incompetente.

Me enjugué las lágrimas y empecé a cavilar febrilmente mi plan. Lo primero que urgía era mi situación legal. Por lo pronto era un tipo altamente sospechoso, lleno de cicatrices y tatuajes, que fue dado por muerto en medio de un crimen en un inapetente pero jamás pacífico villorrio de enésima categoría. Y para peores, había entregado estúpidamente a manos enemigas un valioso cargamento de mineral, ansiosamente esperado por las autoridades del Virrey de Nueva España. Cuando hilasen todos esos cabos sueltos, razoné asustado, no tendrían muchas objeciones para cargarme de cadenas y mandarme a Guatemala para mi crucifixión. Tenía que serenarme, no debía pelear en tantos frentes a la vez. Respiré hondo e intenté escrutar las palabras del Gobernador. Granda me daba una pista. Primero quería resolver las circunstancias de mi huida. Pronto hasta los tribunales eclesiásticos en León y Granada querrían saber de mí. Y eso Granda no podía permitírselo. Ninguna autoridad con poder endeble puede darse el lujo de que le alboroten el gallinero, menos por un asunto ya caduco. Le daría un digno cierre a mi caso y pasaría al asunto de por qué había llegado a las costas del país por la ruta de la pólvora, dejando tras de mí los restos en llamas de un buque destruido, con un importante encargo imperial limpiamente hurtado y más de cincuenta marinos flotando en trocitos alrededor del pecio.

Pero tenía un buen guión a mi favor. Mestanza y Antonio me lo confirmaban. Intenté salvar a la niña, me agredieron, preso de la angustia las creí muertas a ella y a su nodriza, pues a pesar del uniforme y el mosquete, seguía siendo un zonzo petimetre de catorce años. Aterrado busqué ayuda pero no encontré a mi madre. Gumersindo, el criado de confianza que era íntimo de los delincuentes, aumentó mi angustia: Probablemente, se asustó por la eventualidad de verse descubierto y aprovechando mi confianza en él, me sugirió escapar por Matina, llevándome con la aviesa intención de fugarse y ajusticiarme en la playa. Allí unos bucaneros nos atraparían, matándolo a él por pobretón pero llevándome como joven rehén a la Mosquitia, no sin dejar mi ropa esparcida y ensangrentada por los brutales rigores de la captura.

Interceptados por zambos mosquitos en un campamento en la playa, lograría huir con algunos sobrevivientes que me llevaron a Río Tinto. No me importaba gran cosa lo que pudieran averiguar de mi vida allí. Río Tinto era un gran hoyo anárquico en el mapa del Imperio, más preocupado este de defenderse en Europa que de amamantar a sus crías caribeñas. Tanto hubiera podido decir que administraba un lupanar como que había erigido una ermita para catequizar indios. Todo hubiera sido igualmente falso y todo hubiera sido igualmente difícil de desacreditar. El mismo Francisco vivía al margen de la ley y en cuanto a Nicolás Salgado, ni un solo documento fue emitido para probar mi identidad. Podía inventar a placer allí. Abandonado solo a mis recursos, me haría infante de marina y me iría a Cuba para hacer carrera defendiendo al Católico Imperio de las ratas que lo asediaban, con la permanente añoranza de volver a mi tierra a la menor oportunidad.

A la vuelta de los años, se me confiaría la secreta misión de acompañar como capitán de guerra un importante cargamento de azogue venido de España, desde Cartagena de Indias hasta Nueva España. Y en este punto, el diario hablaba por sí solo. Las evidencias del sabotaje en el sistema de timón desaparecieron al volar la carlinga con el primer disparo de la cañonera. Solo tenían el casco frontal y los papeles, y ellos eran cómplices fieles del torpe embuste de los corruptos burócratas a quienes se les confió la misión. En cuanto a la remotísima posibilidad de que algún perezoso fiscal, a la vuelta de luengos años, se le ocurriese inquirir en La Habana sobre mi coartada, mis superiores –de seguro embarrados hasta la coronilla en la transacción–, defenderían a capa y espada la veracidad de la fraudulenta evidencia, la cual también los eximía de todo mal.

Todos los cómplices y testigos habían muerto. Las francachelas se justificarían lastimosa y compungidamente como un error militar de gente traumatizada por una aterradora travesía y que en mi enfermedad no tuve la fuerza para impedir. Nada que temer pues por ese lado. Me quedaba solo una tarea pendiente: vencer la desconfianza que les inspiraba. Debía demostrarles que era confiable. De nada valía argumentar que había sido un manso gatito. Las marcas en mi piel demostraban que el minino sabía arañar. Tenía que vender la idea de que el retorno al hogar era un acto de voluntad divina, que me había marcado profundamente. Y en este punto, ganada la confianza de mis compatriotas, tenía que demostrarles que yo era un hombre útil para la provincia. Debía haber algo que ellos necesitasen y que yo pudiera proveer. Debía otear la más mínima oportunidad de desplegar el toldo y mostrarles mis truculentas mercancías.

Me faltaba solo la estrategia. ¿Cómo inspirarles confianza? Ante todo, debía ser paciente, debía demostrar que era un carnero predecible y razonablemente arrepentido. ¿Y por dónde empezar? Fácil: por mi obsecuente primo. Antonio me veneraba con una devoción henchida por lo que lo que él no dudaba en llamar un milagro. Sospeché que sus criados, empezando por el cholo Manuel, no le irían a la zaga. El franciscano rector desconfiaba completamente de mi estampa, bastaba verlo en su mirada. Y no lo culpo. Para él yo era una lacra de mar, ante quien los mercaderes del templo no eran más que inocentes párvulos jugando a la rayuela. Pero advertí el fuerte vínculo entre él y mi primo, digno de padre e hijo. Debía ganarlo por allí; ya Antonio cabildeaba a mi favor, saltaba a la vista. No estaba de más también el intentar hacer migas con los religiosos del Convento, los cuales debían de conocer y apreciar a Antonio. Cuando le tocase el hombro al fraile en jefe, ya tendría una muy buen aura entre sus acólitos. Apostaría a lo seguro.

Granda era un hombre lento y flemático, seguro de su autoridad de Gobernador pero quizás no tanto de su fuerza para hacerla valer. Adivinaba extramuros de este convento, una fuerte aversión de mis paisanos al mandato del achacoso gobernante. Por ello, debía ser simplemente deferente, respetuoso y no crearle complicaciones. Mención aparte era Joaquín de Mestanza. Se adivinaba a leguas un hombre práctico, metódico hasta la pared de enfrente, inexorablemente eficaz y ante todo, un inteligente militar profesional en ciernes, no en declive como Granda. Era mi aliado natural en potencia, alguien ambicioso y escrupuloso a quien la vida de molicie en la mediocre aldea debía de hacérsele harto insufrible. Era menester ganarme su confianza como colega, pues percibía en él al intelecto capaz de decidir para donde mover los engranajes de la provincia.

Y en cuanto al pueblo llano, ¿qué hacer? Por lo pronto, ya era yo una leyenda fuera de los ladrillos del convento. Intuía que la guardia a la entrada no solo era para prevenir mi huida, cosa insensata dado mi deplorable estado y mi desconocimiento de las posibilidades del terreno, sino también para espantar fisgones. Debía demostrarles que el resucitado, efectivamente, había vuelto, pero para bien, sumisamente convencido de que el designio divino me había traído para empezar de cero y limpiar mis culpas. Una tenue claridad se coló por las rendijas del postigo en la ventana, indicándome que había gastado toda la noche preparando la puesta en escena. Respiré tranquilo. Tenía cavada la trinchera y podía darme el lujo de esperar la embestida. Y en cuanto a mis alucinaciones, no eran más que los diablos del pasado hablando a través de la fiebre, alimentados con la mortal supresión del opio. Ni por la mente se me ocurrió pensar en las sombrías premoniciones de unas oscuras montañas que habían despertado en angustia al sentir la llegada del fuego que había precedido a la formación del mundo, el advenimiento de la serpiente emplumada.

La alquimia de la Bestia

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