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1. UNAS BREVES RESEÑAS HISTÓRICAS6)

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Dejando a un lado otros precedentes más remotos, no es puramente casual o resultado de una mera e improvisada configuración organizacional el hecho de que la jurisdicción contencioso-administrativa haya tenido una tardía entrada en los tribunales ordinarios y, en particular, en nuestro Tribunal Supremo o, como en Francia7), siga presente dentro de su Consejo de Estado8) desde donde se ejerce, como señala el profesor Gilles J. Guglielmi una «verdadera dirección del conjunto jurisdiccional». En España, tras algunos vaivenes previos, es la conocida Ley Maura, de 5 de abril de 1904, que reforma a la previa Ley Santamaría de Paredes, de 13 de septiembre de 1888, la que definitivamente sustrae toda competencia jurisdiccional contencioso-administrativa al Consejo de Estado, atribuyéndosela al Tribunal Supremo. Hay que decir que, en general, la Europa del siglo XIX miraba con recelo –interpretándose como una reminiscencia del absolutismo– que una parte de la jurisdicción se jugara en el campo de la Administración, reivindicando los tribunales judiciales su exclusividad absoluta en todos los órdenes. Pese a ello, su auctoritas institucional se acabó imponiendo, y delimitándose dentro del mismo, de manera delicada, ambas funciones siempre con el objeto –sobre la base de ese alto cuerpo y de su función pretoria9)– de un control supremo de legalidad, más que de una revisión del caso fáctico concreto.

Y, paralelamente a ello, y en este largo proceso histórico que se remonta a l’Ancien Régime (o si atendiéramos a Rodríguez Zapata a la obra de Germanía de Tácito, en el año 10010)), el monarca, a través de su Consejo (de Castilla, o Real o de Estado o, anteriormente, también el Conseil de parties) y con el fin de preservar todos sus poderes, quiso mantener la posibilidad de conocer de las controversias de los particulares a través de la casación, en cuanto poder (retenido) que le permitía anular o derogar (del latín, casare) una resolución previa cuando, a su entender, se había violado una de sus ordenanzas. Explica Hinojosa Martínez, parafraseando a Calamandrei, que la casación es una figura muy vinculada al Rey quien se reservó, a través de su Consejo, el poder de conocer las denominadas demandes en cassation en virtud de las cuales las partes podían recurrir a él en cuanto soberano legislador y custodio del mantenimiento de sus leyes. Por ello dice Calamandrei que ese denominado, en Francia, Conseil de parties, sería el inspirador del posrevolucionario Tribunal de Casación que ni siquiera se concibió como un órgano incluido dentro del entramado del poder judicial y que «se limitaba a controlar la adecuación de las decisiones judiciales a la ley»11).

Siguiendo al citado autor, la casación –con esa denominación– aparece en España por primera vez en el Real Decreto de 20 de junio de 1852 sobre contrabando y defraudación y, más definitivamente, en la Ley de Enjuiciamiento Civil de 5 octubre de 1855, con un tono más similar al que se conoce en la actualidad, esto es, para aquellos casos de infracción de ley o de doctrina acogida por la jurisprudencia de los tribunales o en los casos de infracciones procesales. A partir de entonces, la casación se instaura en nuestro sistema y se consolida en la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 (y en las respectivas normas relativas a las demás órdenes jurisdiccionales como el penal o el laboral) con sus diversos vaivenes hasta la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil de 200012).

Por lo que se refiere a la casación en la jurisdicción contencioso-administrativa, a la vista de los motivos históricos antes mencionados, tardaría mucho más en aparecer. La doctrina se refiere a precedentes y figuras análogas como el recurso de nulidad, pero el recurso de casación no aparece como tal hasta la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial (artículo 58), aunque curiosamente tampoco se hizo efectiva la aplicación pues, por un lado, su disposición transitoria trigésima cuarta preveía que «mientras no se apruebe la Ley de Planta, los órganos jurisdiccionales existentes continuarán con la organización y competencias que tienen a la fecha de entrada en vigor de esta ley», pero, por otro lado, su disposición adicional primera señalaba que «en el plazo de un año, el Gobierno remitirá a las Cortes Generales los proyectos de ley de planta de demarcación Judicial, de reforma de la legislación tutelar de menores, del proceso contencioso-administrativo, de conflictos jurisdiccionales y del jurado». La ley de planta sí que se aprobó ( Ley 38/1988, de 28 de diciembre) pero como no se afrontó la reforma del «proceso contencioso-administrativo» (continuaba vigente la Ley de 27 de diciembre de 1956, reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa), se entendió que no podía darse efectivo cumplimiento a la implantación del recurso de casación previsto en la citada Ley Orgánica 6/1985.

De modo que, en puridad, el recurso contencioso-administrativo no se introduce en nuestro ordenamiento hasta la Ley 10/1992, de 30 de abril, de Medidas Urgentes de Reforma Procesal, cuyo artículo séptimo modificó la entonces vigente Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, de 27 de diciembre de 1956; su Exposición de Motivos no pudo ser más explícita: «Es, en efecto, necesario abordar, sin mayor dilación, la regulación del recurso de casación en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo», siendo la Ley 29/1998, de 13 de julio, de la Jurisdicción contencioso-administrativa puramente continuista sin apenas introducir grandes o relevantes cambios en la regulación del recurso de casación (tan solo algunos tendentes a limitar acceso al Tribunal Supremo teniendo en cuenta el importante volumen de asuntos existentes, tales como la cuantía mínima requerida a la casación común, ...).

Estudios sobre el nuevo recurso de casación contencioso-administrativo

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