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Los ojos misteriosos de Fifí

Para una amiguita mía,

que ríe como unos cascabeles,

y que le robó los ojos a Fifí

En los alrededores de cierto puebluco, no sé bien si de la Patagonia o del Quindío, hay una cueva terrible y miedosa, donde entre lechuzas y murciélagos, vivía hasta hace pocos días, una vieja hechicera. A ella acudían todas las muchachas, feas y bonitas, de la comarca, a pedirle filtros y bebidas encantadas para hacerse querer de los mozos ingratos o despreocupados.

Bueno. En esa época era rey de Pereirópolis Don Tiburcio III, que tenía su corte en Nacederos, según dicen. La única hijita de Don Tiburcio era ciega y muy triste. Se llamaba Fifí. La pobrecilla Fifí vivía inconsolable porque sus ojos muertos no le servían sino para llorar y porque no podía conseguirse ningún novio.

Un día, sin embargo, resolvió irse donde la vieja de la montaña. Se montó, pues, en su borriquito blanco, que la llevaba por todos los caminos, y preguntando, preguntando, llegó hasta la cueva.

Cuando estuvo en la puerta, dijo muy recio: “Abuela: tú que eres más vieja que Matusalén y más sabia que Zarathustra, prepárame una bebida tal, que todos los hombres que la prueben se enloquezcan de amor por mí”.

Y la vieja contestó: “Ay mijita, como hubo tantos pedidos en estos días, todas las unturas y bebidas se acabaron”. La dulce y triste Fifí rompió a llorar, y la bruja, que tenía buen corazón, se conmovió y le dijo entonces: “Aguárdese un momentico, yo le doy otra cosa mejor”, y dándose unos golpecitos en el colmillo, brotaron del suelo como catorce brujas. Les dijo un secreto y todas desaparecieron.

A los dos minutos volvieron sudorosas. La primera traía cinco estrellas, más o menos; otra, dos focos de automóvil; la otra, una pantera con los ojos chispeantes; aquella traía en el cuenco de la mano un océano profundo y anchuroso, con todas sus tormentas y misterios y sirenas; una, trajo montañas azules y pensativas y lagos dormidos y alunados; hubo quien robara todo el cansancio y toda la melancolía a los caminos amarillentos; algunas se aparecieron con almas errantes y fugitivas de gitanos, o con voluptuosidades musulmanas, turbadoras y acariciantes; la de más allá, trajo músicas extrañas, raras, sensuales; la última venía con ajenjo, champaña, opio y venenos mortales de serpientes.

Todo esto lo echaron en una tacita de oro, donde, por asomarse, se cayeron como siete brujas. Y después de revolverlo con una varita mágica, y de echarle tres bendiciones con la zurda, la pícara vieja sacó del fondo dos ojos maravillosos y enigmáticos, que iluminaron toda la cueva y que no se sabía si eran verdes o negros o azules; poniéndoselos a la admirada Fifí, dijo: “No hay nada que enamore tanto a los hombres, como dos ojos misteriosos”.

Y cuando llegó al Palacio, montada en un borriquito blanco, todos los príncipes de Santa Rita, de Cerritos, San Pacho y otras tierras lejanas, hicieron arrodillar sus corazones ante los ojos alucinantes de Fifí.

Glóbulo Rojo, Pereira, 28 de abril de 1917.

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