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Las escuelas rurales

Me parece que los señores maestros de Colombia que han venido a reunirse en un Congreso para discutir los grandes problemas pedagógicos, aunque llevan hasta hoy seguramente una labor firme y laudable, han echado en olvido algo que merecía la pena de considerarse seriamente.

Me refiero a esas pobres y anónimas escuelas de los campos, que los altos empleados del ramo de Instrucción Pública miran con un descuido lamentable, y que son sin embargo un factor capitalísimo en la futura formación del alma nacional.

Esos rudos y humildes campesinos que hoy laboran trabajosamente sus dos pulgadas de tierra, serán, en la evolución lógica de nuestras sociedades, la aristocracia de mañana.

Porque el que hoy es jornalero, otro día será hacendado, y sus nietos estudiarán y saldrán médicos o abogados, o ingenieros. Y luego, conductores y gobernantes. Cuántos que ahora son excelentísimos, tienen entre sus abuelos a alguien que era ño Pedro.

En una nación previsiva se iría educando, puliendo, limpiando, con tiempo, paciente y sabiamente, esa alma nebulosa y amorfa del pueblo campesino, donde el crimen y el vicio se apoderan fácilmente de las más preciosas energías, precisamente porque no existe ese dominio reflexivo de las pasiones que dan la educación y el estudio.

Es a esas olvidadas escuelas de las campiñas donde se deben, pues, enviar los más hábiles y sabios maestros, señores directores de Instrucción Pública. Hay que acabar con el error tan frecuente entre nosotros de que mientras más pequeños o ingenuos sean los niños, requieren conductores más burdos e ignorantes, y que los maestros buenos sólo sirven para universidades y colegios de segunda enseñanza, cuando, procediendo lógicamente, debiera suceder lo contrario. Porque todo el tino, toda la sabiduría, toda la inteligencia del institutor, deben estar allí donde la preciosa planta es más delicada y donde un error de dirección puede determinar un torcimiento fatal en la vida del niño.

Cuando pienso ahora que en ciertas regiones, que yo me conozco muy bien, hay maestros insignificantes que a duras penas saben leer y escribir, que no han ojeado jamás un libro de pedagogía ni han pasado nunca por las aulas de una escuela normal, que trabajan en locales inverosímiles y que cobran remuneraciones vergonzosas, no puedo menos de decirme que si los señores maestros de Colombia, en vez de discutir tan arduamente viejas cuestiones de bachillerato, emprendieran algo en favor de las escuelas y de los maestros rurales, ya podrían irse contentos para sus casas, con la firme convicción de no haber perdido el tiempo.

El Espectador, Bogotá, 31 de diciembre de 1917.

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