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La Vieja

No voy a relatar un cuento donde salga una de esas viejecitas adorables que me gustan a mí, arrugaditas, vivarachas, habladoras, de boca maliciosa y ojos que “han visto muchas cosas, muchas cosas” como los de las cigüeñas de Estrasburgo, que canta Amado Nervo.1

No. La Vieja de mi historia es una vieja que no es vieja ni viejo, ni muchacha, sino una bruja errante, silenciosa, siempre antigua y siempre nueva, serena, profunda, peligrosa y cruel, que se ha tragado muchos niños vivitos sin hacer un gesto, y se ha engullido muchos hombres crudos sin untarles sal siquiera.

Hablo de ese prodigioso río que pasa por Cartago y que va a contarle al Cauca, allá lejos, quién sabe qué secreticos de amor y de misterio, quién sabe qué tristezas infinitas que le han musitado los sauces inclinados en las noches de ensueño y de luna; de ese río milagroso, que tiene errabundidades de gitano, y que siente, aunque a ninguno le cuenta sus cuitas. No es como cierto Otún, que yo conozco, casquivano y bullicioso, que todo lo que sabe lo grita a los cuatro vientos.

Este pobre cronista estuvo la semana pasada en Cartago, el pueblo delicioso y antiguo, que se lleva el orgullo de no tener luz eléctrica y otras atrocidades, en este siglo de motores y de cosas prosaicas. Así me gusta a mí, porque es más evocativo y más propicio a mis vagabundeos espirituales; así lo quiero, con sus mujeres pálidas y finas, con sus casas antiguas y miedosas, sus iglesias vetustas y su río maravilloso, enfermo de vagar por entre guaduales y de mirar a las estrellas.

Si no fuera por los zancudos tan picudos y por el calor tan picante... Es raro: todas las orillas de las viejas son frías según dicen (porque a mí no me consta), menos la de esta bruja perversa que yo adoro.

Y a pesar de quererla tanto, cuando fui a echarme a ahogar en ella, para cumplir una promesa que había hecho a cierta divina enemiga mía, y me tiré de cabeza hasta el fondo, como un submarino loco, la buena, la dulce, la compasiva vieja, me fue sacando a la orilla quedamente, bueno y sano.

Y mientras me alejaba afligidísimo, pensé interiormente, ¡cuánta será mi desgracia, que ni las viejas me quieren!

Glóbulo Rojo, Pereira, 5 de mayo de 1917.

1 Las “cigüeñas de Estrasburgo que canta Amado Nervo” aparecerán de nuevo, y muy pronto, en una crónica para El Espectador de Bogotá, titulada “En la hora del dolor”, el 11 de septiembre de 1917.

Nueva antología de Luis Tejada

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