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Vuelven los estudiantes

En febrero vuelven los estudiantes. Febrero, allá en el pueblo lejano, es el mes de los besos de despedida y de los blancos pañuelos que se agitan. A la hora de partir, mamá, entre lágrimas, nos abraza; papá, con tono ceremonioso y doctoral, nos da magníficos consejos, que pronto olvidaremos; la novia provinciana, desde su balcón, nos mira con ojos adormilados y llorones. Luego, desde la revuelta amarilla del camino, la última visión de la aldea, hundida entre la bruma, con sus casitas adormecidas, junto a la vieja iglesia.

En febrero vuelven los estudiantes. Los que vivimos aquí en la ciudad perennemente, los que no emigramos jamás, todos los que debemos contentarnos en diciembre con nuestros paseos dominicales a Monserrate, los vemos llegar poco a poco, con su alegría bulliciosa y loca. Las calles, antes solitarias, se pueblan de medias calabazas y de bastones agresivos. Entonces son los abrazos públicos, efusivos, estrechos, las risas estruendosas y el contarse mutuas aventuras. El antioqueño y el pastuso, el caucano y el boyacense, el costeño y el cundinamarqués, se felicitan al encontrarse, de verse juntos otra vez, en el claustro sereno de la Universidad, entre los frondosos árboles del parque, bajo las columnas jónicas del Capitolio.

Regresan los estudiantes y por eso los parques deben estar de plácemes; las enarenadas avenidas que han sentido sobre sí los zapatos, a veces demasiado gastados, de muchos hombres ilustres, vuelven a tener ya a los antiguos visitantes cotidianos; los añosos cipreses tornan a oír impasiblemente los deliciosos parrafones de anatomía, gritados a voz en cuello, las lucubraciones escolásticas del padre Ginebra o de Restrepo Mejía o los temibles teoremas geométricos, en mala hora inventados por algún griego deschavetado, como aquel de “el volumen de un tronco de pirámide” o de “el cuadrado construido sobre la hipotenusa es igual...”, y que los pobres chicos de imaginación voladora se esfuerzan inútilmente en fijar para siempre, detrás de sus cabezas torturadas.

En febrero regresan los estudiantes, y bienvenidos sean porque ellos son la sal y la alegría de todo, porque ellos darán un bello aspecto de fuerza y de juventud a la ciudad, porque ellos harán chispear de felicidad a muchos bellos ojos que, desde principios del mes, esperan ansiosamente detrás de los cristales.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 25 de febrero de 1918.

Nueva antología de Luis Tejada

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