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La fiesta de los pilletes

El domingo, en el Parque de la Independencia, tuvo lugar lo que podríamos llamar la “fiesta de los pilletes”. Algunas damas bogotanas, de manos amorosas y blancas, se complacieron en llevar un poco de alegría y bienestar hasta las casuchas de los arrabales donde la miseria ronda todo el año y donde el frío, en esta época terrible, araña despiadadamente las carnes indefensas de los desvalidos.

Una oleada lamentable de pobres gentes, flacas, andrajosas, hambrientas, se arremolinaba, rumorosa y suplicante, frente a los montones de dulces, de caballitos de madera, de camisas y pantalones primorosos, de naranjas y bizcochos, de globos multicolores, de esos que en tiempos de alegría infantil elevábamos al cielo, como mensajes para las nubes de nuestros corazones ingenuos.

Vimos entonces ocultas tragedias de una intensidad sobrehumana, de una simplicidad emocionante, que se llevaban a cabo en el alma de los infortunados pilletes. Hubo un chiquitín que por un deplorable descuido no reclamó a tiempo el tiquete indispensable y, a la hora de las reparticiones, con las manos nerviosamente asidas a la reja y los ojos indescriptibles, contemplaba cómo los más afortunados rapazuelos salían bulliciosamente cabalgando en los envidiables caballitos de palo y con los pantalones nuevecitos apretados fuertemente contra el pecho.

Entre tanto, las manos amorosas y blancas de las damas del Club Noel volaban presurosas desde las montañas de juguetes hasta las sucias gorras de los muy desgraciados que, no teniendo otra cosa mejor en qué recibir tan prodigiosos regalos, las extendían suplicantes.

Y era de ver entonces la alegría, el júbilo de los rapaces, no acostumbrados a tan extraordinarias generosidades; de esos que jamás habían estrenado una camisa, unos pantalones de dril, nuevos, crujientes y olorosos a tienda; de los que en amaneceres de navidad, que son amaneceres de sorpresas para todos, no han encontrado nunca bajo la almohada —¿cuál almohada?— un juguete, un cariñoso recuerdo, una estampa; de los que, en noches de inclemencia, cuando las calles están solas y mudas, se detienen, tiritando de frío y de hambre, con los ojos muy abiertos, ante los escaparates alucinantes de los almacenes.

Mientras pensábamos en todas estas cosas trágicas, los pilluelos, locos de alegría, descendían bulliciosamente hacia la Avenida de la República.

El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de enero de 1918.

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