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La belleza en la escuela

Visitando estos días una escuelita de los alrededores, pensé involuntariamente en mi pueblo y en la escuela que me tocó frecuentar cuando niño. La tal escuela, que yo quiero mucho, así vetusta y lamentable como era en esa época, había sido cuartel en tiempos de guerra. Las paredes altas y cruzadas por las ralladuras de las bayonetas, los salones tenebrosos y resonantes, los bancos carcomidos y cojos, las ventanas sucias y desairadas, y hasta el viejo maestro, con su gorro de borla, sus alpargatas y la férula vengadora e inseparable, nos ponían un amargor en el corazón, una angustia en los ojos, una gana de largarnos al campo a robar guayabas y naranjas y no volver a esa detestable casa, que aborrecíamos con todos nuestros corazones de diez años.

Por fortuna, hoy todo ha cambiado un poco y los maestros se preocupan ya algo de la elegancia y pulcritud de las cuatro paredes, donde van a enseñar toda esa faranda de muñecos de azogue, que les envían diariamente. La educación moderna lo impone. Don Pablo Vila pidió en 1915, para su Gimnasio, una decoración sencilla y elegante, porque estos son elementos indispensables para inspirar pulcritud, orden y buen gusto a los niños.

Es indudable la influencia de las habitaciones en las personas. Cada uno es como su cuarto. Rastreando en las vidas de muchos, se podría encontrar la razón de su infortunio o su felicidad, recordando dónde vivió cuando pequeño. Yo creo que mucha de la melancolía de Novalis se debió a su palacio solariego y penumbroso. En una escuela donde entran el sol y el aire, las paredes están limpias y adornadas y haya muchas flores en el jardín, se puede garantizar que los alumnos estén contentos y sanos. Con flores, con sol, con la elegancia de la casa, de las mesas, buenos cuadros, etc., empieza a entrar el sentimiento de la belleza en el niño, sin darse cuenta.

“Dar a sentir lo hermoso, es una obra de misericordia”, dijo un pensador americano. Como todo lo que rodee a los niños sea armonioso y de buen gusto, así se volverán sus almitas y sus caracteres. Se irá despertando en ellos el sentido de lo bello, y entonces el maestro tendrá terreno abonado para sembrar la bondad. “Yo creo indudable que el que ha aprendido a distinguir de lo delicado lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno”, dijo José Enrique Rodó, en el libro más bello que han visto mis ojos.

El Espectador, Bogotá, 8 de septiembre de 1917.

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