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Las noticias alarmantes2

La incertidumbre

Se ha roto la confianza que todos teníamos en nuestras paredes protectoras, en nuestro buen techo blanco, que todos mirábamos cariñosamente al acostarnos y que hoy contemplamos con los ojos llenos de reproche y de furor, porque la muerte está encima, acurrucada y avizora.

Hace cinco días nadie duerme en esta ciudad de los sustos. Los nervios han llegado al máximum de irritación. Estamos, pues, muriéndonos de miedo. De miedo a ese monstruo invisible, que pasa apachurrando las casas, como huevos, y haciendo morir las viejecitas sin confesión.

Muchos hombres serían capaces de sentir la muerte con serenidad, frente a un toro, en un campo de batalla, pero yo sé que ninguno esperaría, imperturbable, un alfilerazo, sin saber de dónde viene ni conocer la mano que lo guía.

No ver al enemigo, no poderse defender, no ultrajar, no herir, estar en la incertidumbre de no saber si lo que ha de llegar viene ya o dentro de unos minutos, o nunca, nos hace temblar como cañas. El misterio nos vence.

Las noticias

Y este estado de intranquilidad, de alarma, de insomnio, que debía decrecer con la disminución del peligro o por haberse habituado un poco, persiste, sobre todo en el pueblo. Porque las noticias escalofriantes que todo el mundo hace circular, lo atizan.

Se decía que en Nazaret habían muerto muchísimas familias labriegas, y no murieron sino tres personas, en un derrumbe casual. Que Bogotá se iba a hundir anoche a las doce; que Monserrate iba a despertarse con una explosión atronadora, y otras atrocidades. Esto es delictuoso, pensamos. ¿Por qué llevar la intranquilidad y el pavor a las buenas gentes del pueblo, que son extrañamente propensas a creer las mayores absurdidades y a pensar que estas cosas tienen causas divinas o diablescas? Esto debe ser un delito, repetimos.

Cuando en vez de aterrorizar, se podría sacar algo bueno de estos fenómenos, explicando su naturalidad y destruyendo ciertas supersticiones extravagantes que entorpecen la mente de las multitudes.

Ahora

Ahora, precisamente, cuando se anuncia el paso de un nuevo cometa ante nuestros ojos ingenuos, los padres en sus casas, los maestros en sus cátedras y los periodistas en sus papeles, deben aunarse para destruir esas creencias absurdas que privan3 en el pueblo sobre la influencia nefasta de los cometas, para evitar las escenas ridículas y lamentables que otras veces hemos visto.

El Espectador, Bogotá, 6 de septiembre de 1917.

2 Esta fue, en definitiva, la primera crónica que Tejada publicó en El Espectador, luego de que el director le rechazó el relato sobre la bisabuela, el cual publicaría un poco más tarde en la revista El Gráfico.

3 En Tejada, como en otros escritores colombianos de la época, subsistió el uso del verbo privar, en vez de primar, con el significado de prevalecer.

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