Читать книгу Penélope: El día que me casé, otra vez - María Cecilia Zunino - Страница 12

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Capítulo 6

Cuando estábamos casados, Banderas trabajaba veinticuatro horas al día con el lápiz en la oreja como buen gallego; y, cuando no trabajaba, pensaba en cómo sería si estuviera trabajando. ¡Ayyy! ¡No entendía el concepto de la Dolce Vitta!

Para mí, el trabajo era un accesorio y procuraba hacer de él lo más placentero posible, no sé… que ocupara la menor cantidad de horas o esfuerzo necesarios. ¿Cómo amalgamar semejante brecha conceptual?

Yo miraba un pino y admiraba su fresca fragancia, su siempre verde elegancia, su gracia elástica alardeando contra el poderoso viento costero, su susurro de puntiagudas pinochas… Él veía, en cambio, cómo explotar la zona, a quién venderle el pino, cuánto dinero sacaría y en qué invertir lo ganado…

Agotador. Agotador para los dos. Poesía y ambición. Insisto. No lo culpo. La hueca, en cambio, ya era dueña del pino y soñaba con conquistar el pinar entero, y eso lo fascinó.

¿Y yo? Yo dormía en poesía…

De cuando en cuando ojeo mis diarios íntimos (sí, mi infancia transcurrió en los años ochenta, ¿y qué?) Los tengo todos guardados, ya que me obsesiona la escritura. No lo puedo evitar.

Esta vez doy vuelta las páginas y encuentro esto… escribir y aprender, escribir y digerir.

La traición

La traición se te clava en las entrañas, en el corazón, cala bien hondo, y se te queda ahí, clavada, encallada, apretando como un puño.

El tiempo la transforma en un pellizco molesto y desagradable, y no se va, se queda ahí.

No es causal de muerte, pero cuesta que desaparezca. Queda una escara, una marca, el recuerdo de un dolor amargo. El recuerdo. Una mancha negra en la línea blanca y grisácea de la vida. Un agujero, un vacío, un fuerte dolor en el pecho. Eso es la traición.

Los daños colaterales consisten en la pérdida de la confianza en el otro, el actuar a la defensiva, el sentir una constante, permanente y persistente sospecha. La eterna incógnita. Ese tremendo gancho y punto que rasgan y atraviesan los tejidos internos. Aquellos tejidos antes sanos y rosaditos de amor. Esos que te cuidaban, amaban y confiaban.

Cuando conocí tu capacidad contemplativa, Luciano, me sentí en el paraíso. Veíamos el mismo costado de la vida. La vida dulce, por más que no lo fuera. La Dolce Vitta. Ese dulce que no engorda ni empalaga, sino que te alimenta.

Los gustos hay que dárselos en vida. Hay ciertos conceptos que confirmás y reconfirmás cuando te acercás a los filosos acantilados de la existencia, de los que podés verte cayendo hacia el inmenso vacío en cualquier momento. Es ahí, en ese borde sin manija, con ese vértigo en el estómago, donde tomás conciencia del valor de tu vida.

Y la tuya no había sido sencilla últimamente. Yo no lo sabía, pero se te notó en tus sabios conceptos.

Te vi y te quise en esa Dolce Vitta mía de mis sueños. La Dolce Vitta de mi lista.

Penélope: El día que me casé, otra vez

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