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Capítulo 12

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Armand, mi amigo querido. En realidad, Armand se llama Carlos María González, pero él siempre quiso ser Armand. Sí, Armand… qué sé yo… Armand Lousteau o Armand Chevallier. Siempre quiso ser fino y extravagante, pero definitivamente NO podía serlo llamándose Carlos María González.

Yo iba a la primaria con una de las hermanas de Armand, y vivíamos a la vuelta. Si bien él es mayor que yo, no nos costó nada hacernos amigos. Me acuerdo de que, de chiquitos, mamá solía decir: «Ay, ay, ay… le ponen ese tapadito tan suave y delicado al pobre Carlitos…» Yo no entendía lo que mamá quería decir. ¿Qué insinuaba? ¿Qué Carlitos tendría calor? Con el tiempo creí comprender: o el tapadito de los botones dorados le gustó demasiado a Carlitos o fue una corazonada de madre, sabia ella, o sabia su intuición, la que lo vestía como a él le gustaría…

Salir del closet en el siglo veinte no es lo mismo que hoy en día. ¡Cómo le costó hallarse a Armand! Pero ¿qué digo? ¿A quién no le ha costado hallarse en esta vida? Es que se da por sentado que la vida del heterosexual está allanada. ¡Qué falacia! Nadie tiene la vida simple. Desconfío de quien se jacte de semejante vida, libre de obstáculos.

Pero Armand está bien. Tuvo una vida dura en su niñez y adolescencia. Muy dura. Hoy ha llegado a la plenitud. Es un ser de una enorme entereza. Él encontró a su auténtico príncipe azul mucho antes que yo, y pienso que cometió la mitad de los errores que yo cometí, por ingenua. Las amarguras de sus primeros años no lograron destruirlo ni quebrarlo. Lo hicieron sabio. Al cabo de unos años juntos, Armand y Gabriel, entraron en la dulce espera, acariciando la panza de una extraña, soñando con una beba que vendría… papás casi a los cincuenta… qué sé yo… ¿Quién los podría juzgar? Dos almas bellas con todo, todo para dar. Estoy convencida de que esa criatura no podría caer en mejores brazos. Esa mocosa de la elite correntina que había engendrado a una hija por negligencia a los dieciséis años les ofrecía el fruto de su vientre. Armand y Gabriel habían vivido y habían sufrido demasiado. Les había llegado la hora de dar todo el amor del que eran capaces. Ese que llevaron latentes en sus cuerpos y que encontraron donde hacerlo germinar. Era hora de recibir.

A Armand lo crio doña Lola, su mamá. Una santa mujer que se aguantó todo por sus hijos. La pobre no tenía oficio más que el subestimado rol de ama de casa. Venía de una familia humilde y no tenía las herramientas de hoy para enfrentar al machismo feroz de su época. Esa mujer de manos coloradas e inflamadas de tanto fregar, de rostro cansado y agrietado de tanto tolerar, de estómago de acero de tanto masticar bronca e impotencia ante los exabruptos despiadados de su marido. Encarcelada en un matrimonio sin salida, doña Lola puso su cuerpo y alma a disposición de sus hijos queridos. Amor incondicional. Atención y dedicación sin chistar. Dolor contenido. Sonrisa forzada. Esas fueron sus herramientas para tumbar la balanza y compensar tanta crueldad. Así expresó su amor. Así los salvó de la violencia descarada de quien no se podía librar. En una Argentina sin ley y sin divorcio, no había quien la defendiera del machismo de un milico de facto.

Armand despreciaba a su padre. El tipo era un militar de carrera, de los desgraciados y violentos, pero, afortunadamente, bastante ausente. Eran épocas controvertidas en nuestro país, por lo que su presencia en el hogar era muy escasa. Por más escasa que fuera, sabía dejar marcas. A su llegada, una nube negra se posaba sobre el rostro tierno de mi amigo Armand. Sufría por él mismo. Sufría por doña Lola quien ponía una y otra vez la otra mejilla.

Para ella, Carlitos siempre fue especial: el mayorcito de los González. Su mimado, su defensor, su tesoro más preciado. El que enfrentó a su marido una vez que lo igualó en altura. Al que no le tembló el pulso a la hora de hacer justicia. Él la adoraba a su madre. Ella era su musa, su pirámide de cristal, su diosa toda-poderosa a quien empoderó y reivindicó para siempre el día en que fueron juzgadas las juntas militares y el desgraciado cayó en cana de por vida. De por vida, digo, ya que murió en su celda antes del infame indulto.

A partir del encarcelamiento de su padre, los González salieron adelante en todo sentido. Armand abandonó inmediatamente el liceo al que su padre lo había confinado. Entró al bachillerato. De ahí directo a la facultad de psicología, carrera que terminó en cuatro años. Su mente brillante lo llevó al estrellato. Salió del closet de la mano de Gabriel. Le devolvió la dignidad a su madre y ayudó a sus hermanas a progresar. Ese es mi amigo Armand: de oro.

Penélope: El día que me casé, otra vez

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