Читать книгу Penélope: El día que me casé, otra vez - María Cecilia Zunino - Страница 21
Capítulo 15
ОглавлениеSalí en busca de Mía a lo de mamá. Yo ya no era la misma. Necesitaba algo de introspección y de perspectiva. Ahí fue cuando decidí llamar a Carmela.
Carmela Santos de Arizmendi. La conocí en la Academia de lenguas. Sus carcajadas y su calidez me unieron a ella con un imán. Vivíamos cerca, ya que su mudanza a la estancia de su flamante marido, en una de las zonas ganaderas más prósperas de la argentina, se llevó a cabo al concluir sus estudios. Una mujer sencilla, educada, encantadora, amable. De familia irlandesa por parte de madre, y Santos, por parte de padre. Desde ya, Carmela era muy católica, por consiguiente, mamá la adoraba.
Al salir de la academia, solíamos juntarnos en su departamento a tomar el té con Apple Crumble y, de tanto en tanto, practicar uno de los deportes favoritos de Mela: ver su video de casamiento. El mandato me perseguía a través de Carmela. ¡Pero a ella le sentaba tan bien! Su boda se celebró en El Santísimo, iglesia de alcurnia, pero con tal sencillez… Acudió la créme de la créme de hacendados bonaerenses, quienes se alojaron, ni más ni menos, que en sus propias moradas porteñas. Celebraron el matrimonio en el Palacio San Miguel con toda la pompa que semejante enlace merecía. Madrinas engalanadas en largos vestidos de alta costura. Damas de honor en sugestivos atuendos en colores pasteles para matizar sus visibles deseos de conseguir marido. El padrino de la boda, de elegantísimo jaquet, fue Luciano Filiberti. Boda a la cual no asistí, gracias a una gripe demoledora. Indudablemente, todavía no era tiempo de cruzar nuestros caminos.
Carmela y Justo se instalaron en la estancia, tuvieron a la pequeña Renata y me invitaron infinidad de veces. La edificación antigua, color rosa viejo, molduras blanqueadas y sus imponentes columnas como dos anfitrionas inmóviles escoltando las escalinatas de mármol, contaba con capacidad para albergar a un buen número de huéspedes. Claro que la eterna crisis argentina y la sequía asediante la transformaron en un caserón inhóspito. Las tejas flojas, los techos de madera roídos por el tiempo y las alimañas, los pisos de mayólicas desgastadas formando senderos cotidianos desteñidos por mil pisadas, las rosetas de las cuales colgaban ostentosas arañas apagadas de polvo, con velas derretidas hacía siglos, exhibían sus pétalos derruidos y le daban a la estancia un aspecto lúgubre. Hay que reconocer que Mela le aportó su alegría, sus carcajadas y su calor de hogar, y que Justo le echaba bastante leña al fuego para hacer del invierno un momento más agradable.
Nunca me animé a ir a la estancia. Me atemorizaban el frío, la humedad, la falta de electricidad y comunicación. ¿O serían los paisajes inmóviles de la llanura pampeana los que me cerraban la garganta? ¿O bien el hecho de entrar a un territorio desconocido y, sin quererlo, sentirme mejor que en la comodidad del terreno cotidiano? No lo sé. Lo que sí sé es que semejante lugar se transformó de golpe y porrazo en el oasis al que me quería escapar. En verano.
—Mela, acepto tu invitación al campo. No, no, ahora no. En enero. Me va a venir bien una temporada afuera, en la soledad del campo. Necesito desesperadamente cambiar de aire y no ver a nadie. Desconectarme. Desde mi separación ando boyando sin rumbo, sin encontrar mi espacio, ni un silencio en mis pensamientos. Necesito, desesperadamente, aquietar mi mente, mi cuerpo, mi alma. Me voy a la paz de las pampas, al horizonte llano, al aire despojado de ruido, a los aromas aislados de emanaciones humanas: sí es allí donde intentaré ordenarme…
Faltan unos meses, pero al menos estoy proyectando. Tengo, aunque sea, un objetivo que alcanzar a mediano plazo.
Sí, ya sé que todavía falta mucho para huir de esta ciudad y de este embrollo. Ya surgirá algo en el camino. Voy a confiar. Necesito confiar. Voy a atravesar estos meses. Mi norte será mi viaje con Mía al campo de los Arizmendi. En enero. Es julio —me dije. Y me eché a llorar. Una vez más.
Lo que yo no me imaginé era que todo lo contrario estaba por suceder. El campo, sí. El bienestar, también. La soledad, no.
Esa misma madrugada me puse a escribir. A escribir como loca, sin parar. Me dolían las manos, los dedos, pero no podía evitarlo. El episodio de aquella tarde me llevó a mirar en mi interior, a surcar mi alma en una expedición para entender y recordar quién era yo realmente, qué me había pasado y qué era lo que quería para mí.
He aquí algunos retazos de mis diarios de aquel camino hacia la luz… Lo primero que debía entender era mi soledad y aprender a convivir con ella, sin remordimiento, sin nostalgia, sin culpa. Debía conocer la plenitud más allá de un otro…
Aquella noche estrellada, templada, la niña ya dormida y, de repente, ¡Bum!
Salgo al jardín. Los aromas me invaden. Subo a la terraza. El aire fresco y cálido a la vez me regocija. Es el aire de primavera. Las copas de los árboles están casi verdes. En aquel claro, desde donde provienen los estruendos se ve una lluvia de estrellas de colores, una tras otra.
Adoro los fuegos artificiales en una noche fresca y cálida de primavera.
Faltó el abrazo tierno que contiene, que me cubre por la espalda de la briza lenta, mientras se comparte el silencio estruendoso, colorido por una lluvia incesante de estrellas.
Ayer leí una frase: «La felicidad es real solo si se la comparte»
Aquel pudo haber sido un momento feliz. Pero no hubo con quién compartirlo. Fuegos artificiales en una noche de primavera…
Pudo haber sido real.
Y más adelante escribí:
EXTRAÑO EL MAR.
TENGO QUE REGRESAR PRONTO.
Y así sería. Al mar regresaría… muy pronto.