Читать книгу Penélope: El día que me casé, otra vez - María Cecilia Zunino - Страница 9

Capítulo 3

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Me viste. Te vi. Nos habíamos visto antes. Quedaba claro que, en algún rincón de la memoria, estaba la fotografía de aquel encuentro en particular.

¿Te acordás, Luciano? Era invierno y llovía a mares, pero era el cumpleaños de Carmela. Carmela y Justo Arizmendi venían muy poco para Buenos Aires, y los natalicios eran la excusa perfecta para vernos en la ciudad y ponernos al día. No podía perdérmelo. Se lo había prometido a Mela, con quien me costaba bastante comunicarme durante el año por la falta de señal del celular, y me venía bien despejarme. Yo, madre primeriza y sola, porque mi maridito siempre se inventaba algún asunto cuando de mis planes se trataba, me empilché, me maquillé un poco, me acomodé mis ondas rubias, simplemente para sentirme más mujer, y partí. Dejé a Mía con mamá y, aprovechando entonces que Banderas se había impuesto una reunión de negocios para evadir mi tertulia, decidí salir a tomar una bocanada de aire e intentar mantener una conversación relajada y adulta sobre temas que no involucraran pañales, chupetes y baberos.

Me fui sola al restorán de siempre. Si bien los Arizmendi venían de su estancia en el medio del campo argentino, donde allí residían permanentemente desde hacía ya un tiempo, el punto de reunión de rigor a la hora de la cena o algún festejo era nada menos que una parrilla de campo en plena ciudad. Por suerte, al Twingo todavía le andaban los limpiaparabrisas. Vos tampoco podías faltar. «Seguro que va Luciano, como todos los años, pensé, el padrino de la nena». La nena es Renata, la única hija de Justo y Carmela. Luciano, el amigo soltero, ese que según Carmela siempre está disponible para la joda. Pero a mí no me lo pareció. Las veces que lo había visto, me resultaba un hombre reservado, casi taciturno. El resto de los invitados consideró que era una noche ideal para ver llover por las ventanas de sus casas. La cena fue para cuatro. Dos parejas. Dos parejas es lo que simulamos ser esa noche, a modo de juego, y sin decir nada.

Desde ya que yo lo ignoraba, pero aquella noche lúdica se transformaría en mucho más que una bocanada de aire: me encontraba nada menos que en la antesala del resto de mi vida con vos.

Cuando te vi en el campo, en la tranquera, enseguida lo supe, Luciano. Todo volvió a mí. Esa sonrisa… aquella conversación… tus ojos verdes, tu voz profunda… ¡Pero yo, el día de aquella cena, era una mujer casada! ¡Casada con el doble latinoamericano de Antonio Banderas! Por eso te borré de mi mente. Tuve que proponérmelo dado el tremendo impacto de tu presencia y de todo tu ser.

Durante mi matrimonio, yo estaba convencida de que llegaba a casa y me esperaba el doble de Charles Ingalls (y no, el de Banderas) con la camisa sudada, y que yo le diría Oh, Charles! y que viviríamos felices por siempre. La real realidad es que ese no era el caso. Nunca lo sería. ¡Cuán naive fui de joven! Al llegar a casa, Banderas sería el mismo estorbo de siempre: inútil con la nena, obsesivo con todo, insulso para una conversación elevada y estructurado en el amor. Debo reconocer que no era su culpa. Él era así. Yo era la que quería ver otra cosa. En algún punto no lo culpo por su engaño… llegar a tu casa y que tu mujer te ponga cara de asco por no ser lo que ella fantasea de vos no debe ser nada fácil.

La farsa duró menos de lo que yo esperaba. A la semana de aquel lluvioso cumpleaños de Carmela, Banderas hizo las valijas y se mandó a mudar con su secretaria. Hueca como un zapallo, ella, pero con más plata que los ladrones y una vida de country top a fuerza de empeño y no de linaje. Todo lo que a él le fascinaba. Todo lo que él aspiraba a tener. Él también quiso que yo fuera otra. No pudo ser.

Penélope: El día que me casé, otra vez

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