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¿Qué son alimentos seguros?

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Dejando de lado la cuestión de sobre a quién corresponde asumir la responsabilidad de los mayores o menores niveles de inseguridad alimentaria en que vivimos, cabría preguntarse si no estaremos errando en realidad la dirección de nuestras preocupaciones.

Está claro que queremos comer alimentos seguros para el consumo, pero ¿qué son «alimentos seguros»? En teoría, son aquellos alimentos exentos de riesgos para la salud (gérmenes patógenos, virus, sustancias tóxicas o cancerígenas, etc.). Pero ¿el mero hecho de que los alimentos que ingerimos estén exentos de tales riesgos para la salud significa que son saludables?

Resulta evidente que existe una clara diferencia entre alimentos seguros y alimentos saludables. Consideremos, por ejemplo, cualquiera de los productos de repostería industrial considerados «seguros» y que tan alegremente dan las madres a sus queridos hijos: ¿acaso esos pastelitos tan «seguros» y que cumplen todas las normativas higiénicas y sanitarias pueden considerarse saludables? Y, es más, ¿son saludables esas rosadas lonchas de fiambre de pavo o de jamón cocido que les ponemos en el «nutritivo bocadillo» del almuerzo o de la merienda a nuestros hijos? ¿Qué piensas cuando se te ocurre mirar la etiqueta y ves que solo el 65 % es pavo y el 35 % restante lo componen féculas de patata o soja, salmueras, azúcar, nitratos, colorantes y una larga lista de aditivos y conservantes precedidos por su reglamentaria letra «E»?

Puede que esa pasta rosada que nos venden como carne haya sido elaborada triturando finamente todos los restos del despiece de los pavos (huesos y algunas vísceras incluidas) y añadiéndoles féculas, colorantes y saborizantes para dar el color y la textura que nos hagan pensar que se trata de una «carne» tiernísima, elaborada con las máximas garantías sanitarias. Posiblemente sea muy «segura», tanto a nivel higiénico como bacteriológico, pero ¿se pueden considerar alimentos realmente saludables los alimentos procesados en exceso, elaborados con ingredientes de baja calidad, repletos de grasas hidrogenadas, azúcar blanco, harinas refinadas, emulgentes o aditivos químicos usados como conservantes o colorantes?

PARECE CARNE, PERO ¿QUÉ ES?

En el estante de un supermercado de una gran cadena española podemos hallar un envase de plástico con «fiambre de magro de cerdo adobado», muy parecido a la clásica «cinta de lomo adobada» de toda la vida, con la salvedad de que este «fiambre» del que hablamos tiene una etiqueta que lo certifica como «sin gluten». ¿Una carne sin gluten? ¿Desde cuándo la carne contiene trigo o alguno de sus derivados?

Aunque, en realidad, lo más extraño de esta «carne» lo hallamos en la lista de sus nada más y nada menos que diecisiete ingredientes: «paleta de cerdo (50 %), agua, fécula de patata, proteína de soja, sal, proteínas lácteas y lactosa (leche), regulador de la acidez (E325), estabilizantes (E-450i, E-451i, E-407, E-415), aromas, aroma de humo, antioxidantes (E-331, E-316), especias, conservante (E-250) y colorante (E-120). Recubrimiento de tripa comestible: colorante (E-160b)».

Si lo analizamos bien, pronto nos damos cuenta de que solo la mitad del producto es en realidad carne. La otra mitad consiste, además de en agua, en dudosas sustancias escondidas bajo nomenclaturas y números que no nos permiten identificar qué sustancias ingerimos.

A decir verdad, no se nos está engañando, ya que lo que nos venden no es carne, sino «fiambre magro de cerdo adobado». La novedad es que, al parecer, a los subproductos alimentarios y a los aditivos químicos ahora se les llama «adobos». (Si queremos saber la clase de «adobos» que llevan estos «fiambres», tendremos que ir a la página 452.)

Pero aún hay más preguntas sobre lo saludables que pueden llegar a ser los alimentos seguros. Por ejemplo, ¿en qué medida son saludables los edulcorantes químicos sintéticos añadidos a los productos light con la promesa de reducir las tasas de ingesta calórica? O bien, ahora que ya empezamos a ser conscientes de la gran importancia que tiene para nuestra salud introducir en nuestra dieta cotidiana abundantes frutas y hortalizas frescas, podremos preguntarnos:

¿Son igualmente saludables las frutas y verduras transformadas en zumos envasados o cultivadas con profusión de abonos químicos, herbicidas y toda clase de plaguicidas?

¿Tenemos que preocuparnos cuando leemos en la prensa que en todas las marcas de cerveza alemana analizadas se ha detectado la presencia de glifosato, el herbicida más empleado del planeta?49

Cada día existen menos dudas sobre el importante papel que desempeña la alimentación en relación con la salud; y los estudios de salud poblacional y de hábitos alimentarios señalan sobre todo a la alimentación desequilibrada (a base de productos refinados y de baja calidad nutricional o cuasi desnaturalizados) como factor decisivo en el desarrollo de numerosos trastornos de salud y diversas patologías.

La mayoría de las dolencias suelen mejorar o desaparecer en cuanto nos alimentamos de forma correcta, al priorizar el consumo de alimentos de origen vegetal y de productos de buena calidad nutricional.

Lo dramático de la presente situación es que, justo cuando apenas empezamos a ser conscientes de que la alimentación resulta uno de los factores más decisivos del correcto equilibrio biológico y de la buena salud, nos enteramos de que la mayoría de los abundantes alimentos que están a nuestro alcance ofrecen serias dudas en cuanto a su calidad. Y, lo que es más grave, cada día son más claras las evidencias de que tras la agradable y sugerente apariencia de los alimentos más cotidianos se esconden una serie de riesgos para la salud aún desconocidos o no descritos.

Un tímido reflejo de todo esto se puede entrever en los continuos nuevos escándalos alimentarios (como los que ya hemos apuntado anteriormente) y en las constantes denuncias que a todas luces evidencian las consecuencias para la salud que tienen las formas poco éticas o ecológicas de cultivo y de cría de animales.

De hecho, cuando rascamos un poquito nos topamos con revelaciones tan contundentes como las de un sólido estudio realizado por la Escuela de Salud Pública de Harvard entre 1980 y 2008, que concluyó que consumir elevadas cantidades de carne roja incrementa hasta un 20 % el riesgo de muerte prematura por cáncer o enfermedad cardiovascular. Algo sobre lo que, además, ha advertido la Organización Mundial de la Salud recientemente, en 2015.

EL CONSUMO DE CARNE ROJA Y SUS RIESGOS

El amplio estudio elaborado por la Escuela de Salud Pública de Harvard, publicado en 2012 por la revista Archives of Internal Medicine, 50 recopiló los datos de dos grandes investigaciones epidemiológicas de larga duración en las que se observaron los datos de 37.698 hombres (entre 1986 y 2008) y 83.644 mujeres (entre 1980 y 2008) en un seguimiento de salud.

Al comienzo de la investigación, la edad de los participantes rondaba los veinte años y todos estaban libres de enfermedades cardiovasculares y cáncer. En ambos estudios, la dieta se evaluó mediante cuestionarios sobre hábitos alimentarios validados y actualizados cada cuatro años.

Los resultados mostraron que el consumo diario de carnes rojas y procesadas incrementaba el riesgo de mortalidad hasta en un 20 %, y un 16% el riesgo de padecer cáncer. También se constató que la ingesta diaria de carne roja afectaba al corazón, aumentando de forma considerable los problemas cardiovasculares, hasta el punto de que el riesgo de morir por enfermedad cardiovascular era un 18 % mayor. Además, si el consumo diario de carne roja era de carne procesada (como embutidos, beicon o salchichas), el riesgo de problemas graves de salud se incrementaba de manera notable, constatándose un 20 % más de probabilidad de morir de forma prematura por cualquier causa, un 21 % de morir por enfermedad cardiovascular y un 16 % de morir por cáncer.

La investigación también evidenció que las personas que llevaban dietas habituales con predominio de alimentos vegetales, legumbres, pescado y, sobre todo, frutos secos oleaginosos, como las nueces, reducían hasta en un 20 % (sobre la media) los riesgos de sufrir un problema coronario o cáncer.

Es decir, los resultados de esta investigación indican que quienes se alimentan de forma más vegetariana y saludable incrementan en cerca de un 40 % las probabilidades de llevar una vida más saludable y longeva, respecto a quienes en su dieta consumen abundante carne roja, salchichas, embutidos y carnes procesadas.

Este estudio de la Universidad de Harvard mostró bastantes paralelismos con el llevado a cabo por el Instituto Karolinska de Estocolmo en 2012, en el que se revisaron los resultados de once ensayos en los que habían participado cerca de siete mil pacientes. Los resultados, publicados en British Journal of Cancer, 51 mostraron que consumir una salchicha o dos lonchas de tocino al día (el equivalente a 50 gramos de carne procesada) era suficiente para incrementar en un 19 % el riesgo de cáncer pancreático (y consumiendo unos 100 gramos diarios, el riesgo se incrementaba en un 38 %). El estudio también mostró que los hombres que comían 120 gramos de carne roja al día tenían un 29 % más de probabilidades de padecer cáncer pancreático que quienes no comían carne.

En la práctica, el problema quizá radica en que lo desconocemos casi todo sobre los alimentos que forman parte de nuestra dieta cotidiana. Y que quizás estemos ingiriendo con demasiada despreocupación una gran abundancia de productos muy procesados y desnaturalizados de los que no solo ignoramos su procedencia, sino de los que no sabemos nada de cómo han sido cultivados, ni de las modificaciones que han sufrido o de los aditivos que se les han añadido a lo largo del proceso de transformación o envasado hasta llegar a nuestra mesa. Y lo más preocupante es que son los técnicos agrícolas, los ingenieros agrónomos o los biólogos que conocen todo el proceso al que se someten los alimentos llamados «seguros» quienes más defienden las prácticas agroquímicas y agroindustriales actuales; estos actores solo analizan el problema desde la perspectiva de explotaciones agrícolas basadas en la productividad o la rentabilidad, y para la mayoría de ellos tener que preocuparse por temas de salud o de medio ambiente sería complicarse la vida (o arriesgarse a perder el empleo o el negocio).

Alimentos rentables versus alimentos seguros

El criterio en que se basa la agroindustria alimentaria actual es dar prioridad a una máxima producción y rentabilidad al mínimo coste posible. De ahí que resulte más que «normal» el uso y el abuso de hormonas y sustancias químicas (algunas legales, pero, la mayoría de ellas, ilegales) que permiten que una ternera vaya al matadero (y a nuestro plato) en apenas seis meses, cuando lo «normal» sería esperar un mínimo de nueve meses. Ejemplo de ello es el empleo de hormonas o anabolizantes (clembuterol, estradiol, trembolona, zeranon, etc.) que, además de dar un color más rosado a la carne, consiguen que el animal aumente un 20 % su peso en los quince días previos a de su sacrificio, simplemente, acumulando agua. Agua que, todo hay que decirlo, nos venden a precio de carne.

Los criterios de rentabilidad de la agroindustria alimentaria incluyen prácticas de engorde de ganado con sustancias «dopantes» similares a las utilizadas por

algunos atletas de alta competición.

Asimismo, en la agricultura industrial se repiten pautas similares. Por ejemplo, se recurre corrientemente al empleo del ácido giberélicosintético, un fitorregulador de crecimiento de acción hormonal y de síntesis química; este producto, rociado sobre las plantas y asociado con abundancia de abonos nitrogenados y de copiosos riegos, consigue que las lechugas puedan cosecharse en menos de un mes, en vez de los dos o tres meses que suelen tardar las cultivadas con métodos ecológicos, al aire libre y sin estimulación químico-sintética. También podríamos mencionar los llamados cultivos hidropónicos, que pueden ser considerados el summum de la agroquímica, y que emplea una sofisticadísima tecnología para cultivar numerosos tipos de hortalizas sin necesidad de tierra. ¿Cómo? Pues mediante unos canales de plástico repletos de lana de roca o de fibra de coco que sirven de soporte de las raíces y por los que se hace circular permanentemente agua «cargada» con la mayoría de las sustancias químicas que supuestamente la planta necesita para desarrollarse y producir el máximo rendimiento.

Si los alimentos vegetales se producen con profusión de agroquímicos o en cultivos hidropónicos sin contacto con la tierra, ¿debemos considerar los productos resultantes tomates, berenjenas, pimientos, judías, pepinos, etc.) como productos naturales o como productos sintéticos? Que cada uno lo valore y llegue a sus propias conclusiones.

Aunque lo trataré más en profundidad en el capítulo siguiente («El nutricionismo y sus falacias», páginas 85 a 98), avancemos ahora un detalle sobre el problema de los abonos químicos sintéticos. Dichos abonos se basan en apenas unas pocas moléculas químicas, especialmente las de la tríada NPK, por los símbolos químicos de nitrógeno, fósforo y potasio. Pues bien, esto es como si intentásemos escribir y comunicarnos con apenas tres o cuatro letras de las veintisiete52 que componen el alfabeto (véase el recuadro de la página 142). Cuando se abona una tierra con profusión de NPK, se están provocando grandes desequilibrios biológicos, ya que se está privando a las plantas de los noventa elementos químicos restantes. Tal vez esos otros elementos sean necesarios en menor grado, pero lo son, a fin de cuentas, para los procesos biológicos tanto de las plantas como de la microbiota del suelo y, obviamente, también para quienes consumiremos como alimento dichas plantas (o los animales alimentados con ellas).

Finalmente, conviene no olvidar que el último y más moderno factor de riesgo en la alimentación procede de los organismos modificados genéticamente (OMG), c como, por ejemplo, las plantas modificadas genéticamente para que puedan tolerar altas dosis de herbicidas o los salmones transgénicos, que, aparte de crecer más deprisa (comiendo «piensos enriquecidos» de dudosa procedencia), alcanzan volúmenes desproporcionados.

Las técnicas transgénicas aplicadas a plantas y animales alteran su equilibrio y su proceso biológico, es decir, su salud general y su vitalidad. Por ello, comerlos muy probablemente afectará a nuestra salud y vitalidad.

Por si fuera poco, se produce un círculo vicioso, ya que, al forzar artificialmente los procesos biológicos y metabólicos de las plantas y los animales, estas y estos se convierten en el caldo de cultivo perfecto para todo tipo de desequilibrios, plagas y enfermedades devastadoras, lo cual, a su vez, obligan al agricultor, al ganadero y al piscicultor a recurrir a dosis cada vez más altas de plaguicidas, antibióticos, etcétera.

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