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Una alimentación desequilibrada a base de «nutrientes equilibrados»

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Los casi dos siglos de vida del nutricionismo reduccionista se han caracterizado por atravesar etapas de luces y sombras. Empero, las fases de mayor negrura han supuesto periodos en que se han propiciado graves desequilibrios y trastornos de salud en la población. Nos referimos a los periodos en que a partir de la teoría metabólica y nutricional se difundieron sus sesgadas conclusiones, según las cuales solo precisamos ingerir con regularidad una reducida gama de nutrientes, considerados «esenciales». Tal enfoque fue el que condujo a que se empezaran a procesar y a refinar la mayoría de los alimentos, despreciando o desechando todos aquellos componentes que se consideraban innecesarios o, simplemente, prescindibles.

Como ya vimos, a fin de intentar entender los procesos de la alimentación humana, Lavoisier y, más tarde, Prout, Liebig y otros químicos del siglo XVIII y XIX plantearon la teoría del metabolismo nutricional como algo mecánico, considerando el complejo cuerpo humano como una máquina de vapor. Con ello, dedujeron que las proteínas y sales minerales eran algo así como los ladrillos que permitían construir o reparar las piezas de la «maquinaria humana», mientras que los hidratos de carbono (glúcidos) y las grasas (lípidos) proporcionaban la energía necesaria para funcionar de forma adecuada, como si fueran la leña y el carbón que se echaba en la caldera de la «sofisticada» máquina de vapor, tecnología que sería la piedra angular de la primera Revolución industrial.

Para los científicos de aquella época, estaba claro que, si los hidratos de carbono y los lípidos eran las principales fuentes de energía que usaba el organismo para funcionar, tan solo cabría calcular la energía que se desprendía en la combustión de cada alimento para calcular la que estos alimentos nos estarían aportando. Esto era como aplicar los simples principiosdelatermodinámicaalcomplejometabolismodelosorganismosvivos.

Fueron los principios nutricionistas los que implantaron

la moda de calcular los «gastos de energía metabólica» y

la de «contar calorías», que por desgracia aún persiste.

Al optar por una visión tan reduccionista, los padres de la nutrición animal y vegetal no tuvieron en cuenta casi ninguno de los complejos procesos catalíticos, enzimáticos o energéticos. Y menos aún pudieron entrever el papel de la microbiota intestinal como generadora de nutrientes esenciales y energía a partir de la fermentación de la celulosa y de sustancias no hidrosolubles presentes en los alimentos. En cierto modo, no es de extrañar que por entonces se desconocieran por completo todos estos procesos propios del complejísimo sistema digestivo y metabólico humano y animal, ya que no se disponía aún de las herramientas de estudio adecuadas.

Sin embargo, lo que sí resulta realmente extraño es que hoy, en pleno siglo XXI, sigamos basando la alimentación en contar calorías, así como que la industria alimentaria siga refinando y, literalmente, destrozando la mayoría de los alimentos para luego reconstituirlos, procesarlos y empaquetarlos en llamativos envases, en los que podemos leer sugestivos titulares que nos intentan convencer de lo saludable que resulta su consumo. Irónicamente, las etiquetas de tales productos no olvidan «informarnos» de lo «equilibrados», «nutritivos» y «saludables» que son, haciendo hincapié en que han sido «enriquecidos» añadiéndoles una reducida lista de vitaminas y minerales. Por no mencionar que, por deferencia altruista del fabricante, en algunos envases hasta se indican unos consejos sobre las «dosis diarias recomendadas» (DDR), que los «expertos» aconsejan tener muy en cuenta si queremos gozar de una alimentación equilibrada.

¡QUE NO TE LA DEN CON QUESO!

Al hablar de esos «preparados alimenticios con aspecto de alimento» que a mediados del siglo XX se llamaban «sucedáneos», viene a mi mente una visita que realicé a mediados de la década de 1990 a una de las mayores fábricas de queso del norte de México, especializada en «fabricar» quesos de barra para su corte en lonchas, tan populares y socorridos a la hora de preparar sándwiches y las típicas hamburguesas con queso.

Mientras los visitantes recorríamos las inmensas instalaciones llenas de máquinas y más máquinas, el dueño se vanaglorió de que en su gran fábrica de quesos no entraba ni un solo litro de leche. Ante mi sorpresa y consternación tuvo a bien explicarme que esos quesos de barra, al igual que los quesitos en porciones, son quesos fundidos que se elaboran reciclando los subproductos de otras empresas lácteas, mezclándolos y añadiéndoles diversas sales fundentes, emulgentes, colorantes, saborizantes y conservantes que les dan unas agradables textura y sabor y, sobre todo, esa «apariencia de queso», según él, tan apreciada por millones de consumidores en todo el planeta.

Como el empresario quesero tuvo la gentileza de regalarme una muestra de sus «productos» (prefiero no llamarlos quesos), me entretuve leyendo las etiquetas. Y en uno de los envases plastificados de aquellas blandas lonchas pude apreciar que destacaba con claridad una gráfica nutricional, con numeritos y asteriscos, que indicaba las dosis diarias recomendadas de producto para «disfrutar» de una alimentación sana y equilibrada…, si eso es posible alimentándose con los «subproductos» y aditivos de dudoso valor alimentario que te daban con ese «queso».

Por desgracia, en detrimento de los alimentos completos o integrales, hay actualmente una hiperabundancia de «preparados alimenticios con aspecto de alimento» o «sucedáneos de alimentos» fabricados amalgamando o reconstituyendo partes separadas, refinadas, muy procesadas o con subproductos de varios alimentos (véase el recuadro siguiente, «¡Que no te la den con queso!»). Por ello, quizá resulte conveniente conocer cómo fue surgiendo la poderosa industria de los sucedáneos de los alimentos, conformando el falaz statu quo nutricional, y saber también de qué nos están hablando cuando leemos las tablas de «raciones alimentarias» o de «dosis diarias recomendadas» (DDR) en las etiquetas de los alimentos envasados y en las páginas web de algunos fabricantes de alimentos o de prestigiosas fundaciones o sociedades científicas de investigación nutricional (financiadas, en la mayoría de los casos, por conocidas marcas comerciales de alimentos hiperprocesados). Todo ello lo veremos en los siguientes tres apartados.

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