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La señora de los caramelos

—¿Hoy tenés turno?...

Gladys tardó en contestar, porque si se quedaba un día más en el trabajo luego de la hora de salida, en su casa debía dar miles de explicaciones por su tardanza. Madre de tres niños y esposa de un hombre que, a pesar de ser abnegado, era bastante codependiente, Gladys a veces sentía que el único refugio lejos de su rutinaria y aburrida vida era su trabajo. Amaba profundamente a su familia, pero trabajar era, sin duda, su relax.

Había llegado a Casa Cuna luego de recibirse de enfermera pediátrica, allá por el año 66 y tenía muy en claro que su mayor deseo era poder ayudar a esas pequeñas vidas, que no tenían más defensa que los que cuidaban de ellas. Cada historia detrás de un niño la hacía llorar. Todos los días pasaba por el quiosco camino al trabajo y traía una bolsita de caramelos. Los pequeños la esperaban contentos. Ella estaba asignada al dormitorio de los niños de dos a tres años, un lugar de alto tránsito porque en esta instancia, a partir de los 3 años, se iban a otro internado o regresaban con su familia biológica o adoptiva. Ella tenía muy en claro que encariñarse no era posible y, así y todo, no pudo evitar tomarle afecto a una niña de rulitos que siempre corría a sus brazos buscando cariño. Nadie sabía muy bien adónde iría ella luego de los tres años. Su expediente solamente tenía dos hojas y una de ellas era un informe general, lo cual era extraño porque cada niño tenía una carpeta de vida en la que constaba cada tratamiento médico, cada traslado y cada intervención del juzgado. Pero ella nada… sólo dos papeles que Gladys había leído con atención en donde había una partida de nacimiento borroneada y una revisación pediátrica. Así que, sin dudarlo, pensó que podía llegar a ser su hija. Aparte, ella tenía dos varones y la llegada de Eli traería alegría a su hogar.

Con todo esto en la mente, Gladys pidió una reunión con Martín, su superior, y le comunicó que deseaba adoptar a Elizabeth. Él la observó de arriba abajo y dio una respuesta rápida y cortante:

—Ella no.

—¿Por qué? —insistió Gladys.

—Tiene familia, solo que necesito arreglar algunos papeles para que la retiren —dijo Martín muy serio... Gladys no entendía el porqué, se sentía frustrada porque le había costado tanto convencer a Tulio, su esposo, para llegar a tremenda decisión, que le molestaba que su propuesta no fuera tomada en serio. Nada pudo hacer, la pequeña se quedó allí, recibiendo sus caramelos todos los días a las dos de la tarde, hasta que una camioneta la pasó a buscar un día después de cumplir sus tres años. Gladys la vio subir agarrada de su mantita y sintió cómo su corazón se trozaba en mil pedazos. Nunca más supo de ella…

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