Читать книгу Parálisis onírica - Matías Villarreal - Страница 14

1998 Reconstrucción de mi primera fobia

Оглавление

Mamá se había separado de Diego, Tete, y argumentaba que no podía amarlo. Que no le salía. Durante esa temporada, mi casa fue habitada por tres mujeres que vivían, trabajaban y ayudaban a que la casa siempre estuviera limpia. Eli, con su hija Ivana, y Analía siempre estaban predispuestas a cumplir mis caprichos. Las dos más grandes me trataban como a un hijo más. El problema era Ivana. Ivana estaba enamorada de mí. Teníamos siete y ocho años y nos peleábamos todo el tiempo porque esa era nuestra forma de gustarnos. Más tarde me daría cuenta de que mucha gente, sin importar la edad, pelea a otras para buscar una tensión. Van al choque sólo para pelear, reconciliarse y vivir del abrazo corto que se genera después de aclarar los tantos, de solucionar los problemas hasta la nueva pelea. Compartíamos la habitación y cada uno dormía en una cama distinta. A veces ella se enganchaba mirándome mientras yo leía el horóscopo de los diarios que traía mi abuela. Buscaba, en todos, mi signo: Libra, y leía atentamente que no anunciara ninguna tragedia ni la llegada de papá. La parte de salud y amor la pasaba por encima. Esa tarde Ivana estaba muy histérica y me peleaba. Le pregunté qué le pasaba y si ya estaba en la edad en la que le sangraba la concha. Ella se ofendió y se fue llorando a contarle a la madre. Yo no entendía qué la había ofendido, era algo muy común en las mujeres: sangrar y volverse ciclotímicas, según había leído en un trabajo de “Salud y Adolescencia” que mi prima Micaela había olvidado sobre una mesa. También advertía cambios hormonales y dolor de ovarios. Aunque no me podía imaginar a los ovarios. En mi cabeza eran dos albóndigas. Al rato llegó mamá y me gritó que cómo puede ser que le diga semejantes cosas a la pobre Ivana. Yo me puse rojo de furia, pero ya no sentí odio hacia mamá por lo que nos había hecho. De pronto sentí que si empezaba a tratar bien a Ivana podría convertirla en mi novia, y así dejaría de pensar en el infierno. El colegio se seguía llenando de chicos lindos y todos me resultan atractivos. En los recreos pensaba si habría más personas como yo y fantaseaba con quiénes serían, quiénes podrían serlo. Al cerrar los ojos, me imaginaba un infierno con poco fuego y personas que hacíamos una ronda y bailaba en celebración de la libertad. Le pedí perdón, y ella me sacó la lengua desde lejos, sonriendo de satisfacción. A la hora de la siesta, agarré mi bici y salí a ver a mis amigos del barrio. A mamá eso no la hacía muy feliz, pero a mí no me importaba, necesitaba verlos y que me enseñaran cómo conquistar a una mujer sangrante y hormonal como Ivana. Uno de ellos, Charo, un niño lleno de cicatrices en la cara y con dientes saltones, me dijo «Lo mejor que podés hacer es lograr que se ría. Hay que hacerle una joda». Lo dijo buscando complicidad con los demás. Al cabo de dos segundos, el entusiasmo se volvió contagioso y todos me ayudaron a cumplir con mi objetivo: conquistarla y que sea mi novia, mi secreta salvación. Empezamos a idear el plan. —Hay que llamarla, tiene que ser en la canchita. Tiene que venir sola. Entonces vos le decís que cierre los ojos y ahí es cuando la hacés reír. —dijo Charo mientras se mordía los labios y miraba de reojo a los chicos más grandes. —¡¿Cómo, cómo?! —le decía yo a él y a todos. —Como conquistó mi tío a mi tía. Le puso un sapito en la cabeza y la despeinó. —Se empezaron a reír a carcajadas—. Que ella le partió la jeta de un beso. —Hay que buscar un sapo —dijo Bebu, uno de los chicos más grandes. El más serio y el más callado. Encontraron un sapo negro y grande. Lo pusieron en una servilleta de papel que yo traje de casa cuando volví de decirle a Ivana que en media hora la esperaba en la canchita. Ella sonrió y miró hacia el piso. Su cara se puso roja de forma paulatina. ¿Acaso eso era sentir amor, ponerse rojo y sonreír porque el corazón te galopa con fuerza cuando alguien te quiere ver un rato, lejos del mundo para tener un poco de intimidad? Me lo dieron envuelto como si fuese una piedra. El sapo envuelto era húmedo y se asemejaba a tener una bombita llena de agua. Todos corrieron a esconderse entre los pastos más crecidos para mirar la escena desde la primera fila. Ivana vino. Trajo su bici Aurora, que tanto me gustaba pero que jamás accedía a prestarme y sólo la podía usar a la mañana, cuando ella estaba en el colegio. Se acercó hacia donde yo estaba y no paraba de sonreír. Me arrebató un sentimiento de entusiasmo. Ya quería probar los labios de una mujer sangrante y hormonal. Verla con esa bici, con su pelo largo y sus ojos marrones, su remera rosa y los pantaloncitos con flores celestes y blancas hizo que empezara a actuar como si realmente me gustara ella, mientras hacía esfuerzos para no reírme de aquello que después recordaría como crueldad. Ivana se acercó más, podía ver que estaba nerviosa y masticaba chicle. —En “Mi primer beso” lo hacen con los ojos cerrados —dijo ella. Se sentía olor a menta saliendo de su boca. —Bueno. A ver cómo sale —le dije yo. Y la vi cerrar los ojos en cámara lenta. Me acerqué lentamente a su boca mientras, con los ojos cerrados, tanteaba en mis bolsillos en busca del sapo. Cuando por fin lo tuve agarrado del lomo, lo saqué y se lo puse en la cabeza. El sapo se infló por toda la situación tortuosa y el estrés al que lo había sometido hasta cumplir mi misión. Ella se quiso escapar, pero fue imposible. Tomé su pelo con las dos manos y empecé a enredar los mechones con el sapo. Ella gritaba y se revolcaba en el piso. Todos los chicos asomaban la cabeza por el pastizal crecido y se reían. Ivana gritó de terror una vez más y empezó a sacudirse en el piso. De su boca salía una espuma débil. Todos salieron corriendo. Me habían dejado solo con ella sacudiéndose frenéticamente y un sapo en su cabeza. Corrí a casa y avisé a todos. Tenía lágrimas en los ojos y remordimiento en la sangre. La había matado. La maté. Maté a Ivana, la pobre inocente que no llegó a besar a un hombre antes de morir. ¿Qué hicimos? ¿Qué hice? Todos se habían ido corriendo y me habían dejado solo con su cuerpo tirado en la canchita. Y el sapo. El sapo de mierda, que no tenía ninguna culpa y fue tan víctima de mi maldad como ella. Había matado a Ivana, pero no sabía cómo explicarlo. Eli corrió detrás de mí y en su mano tenía un cinto. Llegó a donde estaba Ivana y se sentó en el piso al mismo tiempo que trataba de abrirle la boca. El sapo saltaba, a la distancia. Mamá llegó al minuto. Traía agua y me miraba como buceando en mi mente, tratando de sacar la verdadera razón por la que Ivana estaba así. Yo no podía mirarla a los ojos. Temblaba de pies a cabeza mientras Eli me pedía que pusiera el cinto sobre los dientes de la pequeña Ivana cuando lograra acomodarle la lengua. Su cara, su lengua enrollada hacia su garganta. Sus gritos. La espuma en su boca. Su pantalón mojado con orina. Sus pelos despeinados. Su cuerpo sacudiéndose como si alguien la hubiese sometido a una terapia de electroshock. Yo la sometí a eso. ¿Qué le hice? Yo sólo quería hacerla reír y que fuera mi novia. ¿Qué le hice? ¿Por qué todo me sale mal? ¿Por qué? El sapo saltaba a lo lejos y me miraba fijo, antes de sumergirse en los pastos, donde reinaba comiendo mosquitos. —Ya está. Ya está, mi cielo —le susurraba Eli mientras la acurrucaba en sus brazos, y se oía la sirena de la ambulancia. — ¿Qué le pasó, Mati, vos no tuviste nada que ver, no? —me dijo Eli mientras yo comencé a llorar y acepté mi culpabilidad, porque nunca pude mentirle a ninguna madre que me mirara a los ojos. Ni a la mía ni a las que pudiera llegar a sentir como mías. —Fue un accidente, yo no sabía que le podía pasar eso. —se lo dije y rompí en llanto. —Es que desde los cinco años que Ivi no tenía un ataque de epilepsia. Pensamos que era cosa del pasado. Pero no —dijo Eli con amargura. La ambulancia ya estaba afuera y los médicos bajaban para llevarse a Ivana. Mamá no quiso acompañarlas. Se quedó conmigo mientras la ambulancia se iba. No me hablaba y sus ojos estaban chinos, como rendijas. Estaba planeando algo. Lo sabía. Miró el piso y levantó una botella de agua. También estaba el cinto con el que evitamos que Ivana se ahogara con su propia lengua. Mamá juntó todo y sólo dijo «vamos». Cuando llegamos a casa, me tomó por la remera y me llevó a su cuarto. Dos cachetazos en la cara y unos «¿por qué?» para que los golpes tuvieran más fuerza. Mamá estaba fuera de sí y me gritaba si me gustaba eso que estaba pasando. Yo sólo pensaba en Ivana largando espuma por la boca y el sapo depositado en su cabeza. Lloraba, no por los golpes que estaba recibiendo, lloraba por ser un fracasado de mierda igual que mi papá. Estaba siendo igual que él. La profecía que me gritaba mamá cuando se enojaba era real. No había forma de escapar de ahí. Eli se fue de casa al día siguiente y antes de irse me estrechó contra sus pechos y me besó la cabeza. Derramamos lágrimas entre los dos. Aunque las mías tenían el condimento amargo, una esencia de culpa y remordimiento, recibido como castigo por haber provocado un tsunami de convulsiones en el cuerpo de su hija. Mamá estuvo sin hablarme un par de días y la tensión se rompió el día que Julio, su mejor amigo, nos contó que tenía novia.

Parálisis onírica

Подняться наверх