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1991

El calendario hace hincapié en el día catorce del mes de febrero, cuando Beatriz empezó a sentir náuseas y que una vida se alojaba en su vientre. Lo sentí desde mi primer atraso. Creyó que había un bebé en su interior, y una prueba de embarazo le dio la razón. Esperó sentada a Carlos y cuando lo vio atravesar la puerta, lo hizo sentar en la mesa. Le hizo un mate y, con los ojos llenos de lágrimas, anunció que estaba embarazada. —Si es varón, le vamos a poner Carlos Fabián —le dijo él totalmente decidido. —Se va a llamar Matías. Es un varón, lo sé ya. Algo me lo dice en todo el cuerpo —le respondió Beatriz y se fue corriendo a vomitar. Cuando hubo terminado con sus espasmos, desde el baño gritó: —Se va a llamar Matías Ezequiel. Ah, Feliz Día de los enamorados. Su voz sonaba con eco. Carlos ya se había acostado en el sillón y estaba sumido en un profundo sueño reparador que acompañaba con ronquidos, que apagaron el trayecto de la voz de Beatriz.

22 de octubre de 1991

Beatriz García se despierta a las cuatro de la madrugada. Su panza es enorme y un bebé ya formado del todo nada por sus entrañas y le recuerda que está vivo. Que están vivos los dos. Ella se toca la panza y sonríe. ¿Hoy salís, no?, se pregunta en voz alta. Carlos, a su lado, descansa con olor a alcohol en la boca. Ella lo mira, lo observa cuando duerme y se da cuenta de que puede amarlo sólo cuando está así de inerte y cuando no está haciendo estupideces o volviendo tarde a casa con los ojos enrojecidos. Se da cuenta de que está dejando de sentir ese lazo que los unía. Mientras tanto, toca su panza y sonríe. No quiere amar a un hombre borracho y pestilente. Ella sólo tiene amor incondicional para el hijo que lleva en el vientre. El sol amenaza con salir muy tímido y ella siente una punzada que le asegura que las contracciones no van a parar. Intenta despertar a Carlos y, como no consigue resultados, se levanta para preparar el bolso. Mete pañales, ropita de recién nacido, un perfume Baby Johnson, mientras se sostiene contra la pared porque una contracción asestó contra su estabilidad. Abre la canilla de la ducha y pone la radio a todo volumen en el equipo de música que ambos habían recibido como un regalo cuando se casaron. Carlos salta de la cama sin entender nada. Como si depositaran a un ser vivo en una olla llena de realidad líquida e hirviente, libre de toda anestesia y borrachera que apaga el cuerpo junto con la cabeza. La mira y abre grande los ojos. Entiende lo que está pasando y comienza a ayudarla. Las contracciones se vuelven más constantes a eso de las seis y media. Pero le llama la atención que no le duele como pensaba que le iba a doler. Quizás, sus expectativas del dolor de parir eran muy altas. También revolotea, en su cabeza, la idea de que si su bebé no le hace doler es porque algo malo está sucediendo. Piensa en un bebé flaco y sin fuerzas. Sin ganas de salir a conocer el mundo. La angustia invade su pecho. No siente dolores. Las contracciones disminuyen, pero el médico no puede entenderlo, el bebé parece venir en camino de todas formas. Siendo las 07:32 de la mañana, y con una tormenta de primavera que estallaba en el cielo con relámpagos parecidos a raíces de luz, Beatriz alzó su grito de guerra en el mundo sólo dos veces para que su bebé pudiera ser expulsado de su cuerpo y así poder transitar el camino de la maternidad, al que adornaría con gemas de experiencia. Un camino que ya se había descubierto desde los inicios, con esas nauseas tan premonitorias, y que ahora estaba preparado para ser transitado. La ausencia de dolor extremo que imaginaba sólo le dejó más tiempo para sonreír mientras se lo acercaban. Vio un cuerpo con muchos pelitos, un pelo negro azabache que adornaba la cabeza del recién nacido, que solamente lloró cuando le cachetearon las nalgas. Quedó enamorada de tan preciosa e hinchada creación que tenía en sus brazos. Le besó la frente para darle inicio al mismo lazo que los unía cuando él. Ahora estaban juntos para caminar en la vida. Carne con carne. Unidos para siempre en un mundo que se caía a pedazos, y del que mucho no importaba. Eran ellos dos, contra lo que pudiera pasar. Beatriz lloró de felicidad y bañó a su hijo en lágrimas. Carlos no había hecho el curso para presenciar el parto. Se adjudicó débil para esas cosas. Y durante esas horas se la pasaba tomando vino y comiendo asados con amigos nuevos que conseguía todo el tiempo. Cuando por fin pudo ver a su bebé en brazos, un brillo le iluminó los ojos, aunque no parecía entender lo que veía. —Está hinchado, ¿no? —dijo el reciente padre, dudando, pero siendo sincero. Se notaba a leguas que jamás había tenido un bebé en brazos, ni a sus hermanos menores. —Sí. Y es hermoso. Ahora está hinchado —le dijo Beatriz, reacia con cualquier crítica que pudiera deformar el concepto de su obra de arte viviente y chiquita. —Se va a llamar Matías Ezequiel —dijo Carlos para apaciguar la cara de ira de su esposa—. Tiene carita de Matías. Mi flaquito, hermoso. Con su pelo negro, parece un renacuajo. Ambos rompieron en llanto y besaron al bebé en la frente. Sus corazones palpitaban excitados y los hilos de sus almas empezaron a enredarse los unos con los otros, a unirse en un mundo que era uno y parte de los tres al mismo tiempo, en una burbuja y una comunicación eterna entre sus miembros. La familia se había formado. Unidos para siempre. Tres que eran uno. ¿El amor era eso?, se preguntaron los dos por dentro. Cada uno por su lado volvió a mirar al bebé de pelo negro que respiraba profundo y casi ni había llorado. No hizo falta responderse nada. La respuesta estaba presente siempre que posaran sus ojos sobre ese pequeño ser.

Parálisis onírica

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