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PRÓLOGO

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El niño está leyendo diarios, su tele está rota. Se pasa los días en su sillón de cuero consumido, del color de un caqui que no llega a madurar. Ya no hay miles de preguntas que rebotan en su cabeza. Descubre que se pierde en la lectura. Que leer es mirar letras y armarse todo el show en la cabeza. Ahora, da vuelta la página del diario y lee los avisos fúnebres. Se pregunta qué es la muerte y por qué la gente expresa su dolor en pequeños avisos.

Quiere ir a preguntárselo a su mamá, que descansa en su habitación después de haber soportado un golpe en la nariz que le costó sangre e hinchazón.

Piensa en la muerte y sólo se le ocurre ver a una persona muerta: su padre. Sus ojos se llenan de lágrimas, deja el diario sobre el cuero carcomido del sillón. Mira la puerta del living y recuerda como la noche anterior su padre salió disparado como un rayo mientras su madre gritaba de dolor. Recuerda el momento justo en el que su padre atropella el pequeño taburete en el que descansaba el televisor que tanto amaba. Ahora vacío, insulso e incompleto. De la misma forma que estaría la estatua de la libertad sin su antorcha. Recuerda la mirada de su padre, ese último contacto visual antes del horror, después del estallido que se escuchó producto del impacto del televisor contra el piso. Ahora, las lágrimas le brotan desde los ojos hasta la boca y puede saborearlas. No sabe qué es la muerte, pero debe ser algo más salado o quizás más amargo que el gusto de sus lágrimas y la pus imaginaria que se aloja en su garganta antes de llorar. Las paredes de su pequeño corazón se contraen, la dureza empieza a expandirse de a poco. Siente amargura, y esto recién empieza, aunque él no lo sepa ni esté preparado para lo peor. El chiquito llora y escucha a su mamá: lo está llamando, seguramente le va a pedir más hielo.

Se limpia las lágrimas, rápido, y respira profundo. En su mente, las palabras de su abuela “Ahora sos el hombre de la casa. Las vas a tener que cuidar”. Se acuerda de que los hombres de casa no lloran. Son rudos. Se asoma a la habitación y las ve durmiendo a las dos. A su madre, hermosa, con la nariz inflada y restos de sangre seca sobre un repasador con flores blancas. Y a su lado, su hermanita bebé. A quien prometió cuidar para siempre; se asegura cada diez minutos de que esté respirando. El niño se acerca y besa la frente de su madre. Luego acerca la mejilla a la nariz de su hermana y siente el suave respirar de un ángel sin memoria.

Se aleja en puntas de pie. Mira la tele rota y vuelve a llorar un poco más. Observa el diario abierto y se acuerda de que en la contratapa hay historietas y hasta puede saber qué le depara el día de hoy porque también está el horóscopo. Pobre niño, todavía no sabe que las tragedias no se anuncian en los horóscopos. Pero él ya conoce una y quiere mantenerse alerta por si otra llega y no la ve venir.

Él ahora es el hombre de la casa y se tiene que cuidar de las cosas malas. Desdichado infante, que ahora está revisando los horóscopos de la pila de diarios que tiene. Intentando, de esa forma, averiguar si en algún momento de la vida va a sufrir otra vez.

Invierno, 1996 (llueve)

Parálisis onírica

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