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El Leo y yo íbamos con ella a todos lados siempre. Salvo cuando estábamos en la escuela, adonde nos llevaba llueva o truene hasta la puerta y no nos sacaba el ojo de encima hasta que una maestra o la portera le hacían señas de que se podía ir tranquila, y hasta que yo empecé a trabajar en la bicicletería de don Eugenio, los dos íbamos con ella a todos lados siempre. No nos dejaba nunca solos en casa. Ya éramos grandes, pero igual nos hacía ir con ella. El Leo siguió hasta el final, hasta que pasó lo que pasó. Nos decía que éramos un peligro viviente, dos abombados que un día íbamos a prender fuego la casa o una calamidad peor. Porque así de espamentosa era, siempre con el Jesús en la boca: un trueno, ¡Jesús, desenchufen todo que se viene el tiempo!; nos pelábamos una rodilla, ¡Jesús, hay que llevarlos a la sala!; tosía la abuela, ¡Jesús y María Santísima! Por eso nos arreaba día y noche para acá y para allá como a dos vacas lecheras: a comprar fideos al almacén, a la farmacia a buscar la pastilla para los dolores; que a la cooperativa, que a la quiniela, adonde fuera ella nosotros también, mareados de tanto ir y venir, subir y bajar por las calles del pueblo. Yo adelante, tentado por todo lo que veía y desesperado de ganas de escaparme, y el Leo atrás, perdido en la polvareda. Loca la volvíamos. Yo veía algo que me gustaba y corría, y Leo al revés, algo le llamaba la atención y ahí nomás se quedaba, babieca acariciando un perro o persiguiendo una torcaza con la gomera, o capaz saltaba un alambrado para robar mandarinas, o se metía en algún negocio, porque el Leo es caradura y con todo el mundo se para a conversar, no como yo que siempre fui más tímido. Y ella en el medio, con sus pasitos cortos y apurados, rápido, siempre rápido, refunfuñando entre dientes o a los gritos, a mí esperá zanguango y al Leo apurate pavote, todo el rato, cada día. Cuando la hacíamos enojar mucho nos puteaba largo o nos tiraba una naranja por la cabeza, o una cebolla, lo primero que encontraba en la bolsa de los mandados cuando la sacábamos de las casitas, como decía, ustedes me sacan de las casitas, y con el Leo nos reíamos y la imitábamos o le hacíamos morisquetas, y eso la ponía peor, furiosa la ponía, hasta que nos amenazaba con dejarnos sin comer y entonces, a veces, nos calmábamos un poco.

Yo soy el mayor, tengo diecisiete ahora. El Leo tiene catorce.

Baltasar contra el olvido

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