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Mi mamá salió de casa una noche y no volvió. Por la mañana mi abuela fue a la comisaría a avisarle al comisario que mi mamá no había vuelto y no sabíamos dónde estaba. El comisario le dijo que había que esperar, que quizás por propia voluntad Renata, que así se llamaba mi mamá, se había demorado o de pronto había decidido hacer un viaje sin avisarnos, y aunque mi abuela le dijo que eso era ridículo, que mi mamá nunca hacía esas cosas y que él debía saberlo bien porque la conocía de toda la vida, el comisario le dijo que la ley es así y que en las primeras veinticuatro horas él estaba atado de pies y manos. Cuando pasaron las veinticuatro horas, la policía y los bomberos empezaron a buscarla. Para entonces nosotros, mi abuela, mi hermano el Leo y yo, ya habíamos recorrido el pueblo entero casa por casa, preguntándoles a los vecinos si sabían algo, si habían visto algo. Pero nadie sabía ni nadie había visto nada. Con el Leo golpeamos puertas, saltamos tapiales para revisar baldíos, la buscamos en las plazas, en el hipódromo, camino al cementerio, en la fábrica abandonada, en el matadero, en el acceso a la ruta, en la estación de trenes, en las iglesias; le preguntamos al cura y nada, le preguntamos al pastor y tampoco, el canal de cable anunció la desaparición de mi mamá y algunos vecinos del barrio se movilizaron, después se sumó más gente y juntos revisamos los pozos de agua, los arroyos cercanos, nos metimos en los montes linderos, en las aguadas, en los cañaverales, se revisaron los piletones de las cloacas, el basural, la garita que está en la entrada del pueblo, los callejones que llevan a Betbeder, a Aranguren y a Quebrachitos. Pero mi mamá no aparecía. Pasó una semana. La noticia llegó a los diarios de Nogoyá, de Crespo, de Paraná. Anunciaron el caso por la radio; se hablaba mucho, no se hablaba de otra cosa, se dijeron muchas falsedades: que se había escapado con un hombre de Buenos Aires; que se había perdido por las pastillas que tomaba y había salido a la ruta a hacer dedo para cualquier lado; que la habían secuestrado para sacarle los órganos. Puros bolazos.

Después de diez días de buscarla la encontraron en un campo que la policía y los vecinos e incluso el dueño de ese campo ya habían revisado de ida y de vuelta más de una vez: estaba a pocos metros del alambrado que da a la calle, adentro de una bolsa de arpillera.

No pudimos velarla porque llevaba ya varios días y su cuerpo estaba hinchado y despedía olor. No era más mi mamá, era un animal muerto con olor a podrido. La policía nos dijo que cuando la tiraron ya estaba muerta quién sabe de cuándo. O sea que la tuvieron guardada en algún lugar, días después la sacaron, la llevaron hasta ahí y la tiraron en ese campo. Pero al parecer nadie vio nada. Aunque yo después supe que varios vieron y lo que no quisieron es hablar.

Estaba golpeada, tenía un ojo reventado, quemaduras en los brazos y varios cortes. Y la habían violado.

La violaron y la mataron. O la violaron y se murió mientras la violaban. Después escondieron el cuerpo mientras pensaban qué hacer, hasta que resolvieron tirarla en ese campo.

A los dos o tres días, cuando la cabeza se me desembotó un poco y pude volver a trabajar o, mejor dicho, no es que pude: quise volver para pensar en otra cosa porque si no me iba a enloquecer, empecé a enterarme de los rumores, de los nombres de los sospechosos, de lo que pasó la noche que mi mamá no volvió a casa. Mi abuela iba todos los días a la comisaría a preguntarle al comisario qué habían podido averiguar. Él le decía que esas cosas llevan su tiempo, pero que se quedara tranquila que estaban investigando y que iban a encontrar a los culpables.

Pasaron más días, pasó un mes, se iban los meses y no había ningún detenido. Los rumores empezaron a ser otros: que habían arreglado, que el caso iba a quedar en la nada, que el principal acusado había vendido campos y animales para pagarles la coima a los abogados y a la policía. Mi abuela volvió a la comisaría: que no era sencillo, le dijeron otra vez, que estaban tomando declaraciones, que por el momento no había nada firme. Pero si en el pueblo todo el mundo repite los mismos nombres por algo será, ¿no? ¿No los van a detener? No tenemos pruebas, señora, no nos podemos manejar por habladurías. Decir se dicen muchas cosas, pero de ahí a que sean ciertas hay un largo trecho, ¿me entiende?, le dijo el comisario.

Pasó más tiempo. Seis meses, ocho, un año. La gente como es lógico ya hablaba de otras cuestiones, la plata que nunca alcanza, una tormenta de granizo descomunal que arruinó la cosecha, una historia de cuernos entre empleados de la municipalidad, la próxima carrera de autos en Victoria, y nunca se encontraron las famosas pruebas que el comisario le había prometido a mi abuela. Ya nadie hablaba de mi mamá. No hubo presos, aunque todos en el pueblo sabían –y saben hasta el día de hoy– que la habían matado, quiénes fueron, dónde y cómo. Pero para la policía no había pruebas.

Baltasar contra el olvido

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