Читать книгу Baltasar contra el olvido - Mauricio Koch - Страница 19

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Teníamos una perra salchicha que se llamaba Canela. Y un perro al que bautizamos Carozo, que era hijo de Canela y salió por demás callejero y un día se alejó demasiado y ya no volvió. Teníamos un patio con frutales, no muchos, tres o cuatro: dos durazneros, un naranjo y un mandarino. A mí me gustaba treparme para comer directo del árbol, pero mamá y la abuela no me dejaban porque pavote, las ramas son quebradizas, me decían. Yo era chiquito, tendría cinco, y no entendía nada de quebradizo y sí de puras ganas de trepar y comer, así que cuando no me veían me llegaba como mono hasta la última rama y arrancaba frutas verdes y me las comía a escondidas. Había un níspero también, al que sí me dejaban subir pero no comer las frutas por indigestas. “El níspero es indigesto”, decía mamá; “no se digiere”, decía la abuela. Eso sí lo entendía pero tampoco me importaba, los nísperos amarillos y lustrosos yo los sacaba, me los metía en el bolsillo y me subía al ligustro del vecino a comerlos. Llevaba una guitarra a la que le faltaban dos cuerdas y que no sabía tocar, y tampoco me importaba, la llevaba siempre que trepaba al ligustro y allá en la punta del árbol rascaba canciones y comía mísperos. Comía mísperos arriba del libustro, no sé por qué ahora me hago el educado si nunca en la vida les dije níspero ni ligustro, y mamá y la abuela tampoco. La señora Elda, nuestra vecina, salía al patio a tender la ropa y me decía que cantaba lindo yo pero que un día me iba a caer de cabeza de arriba de ese árbol. Yo cantaba mucho y comía mucho y más tarde me dolía la panza y vomitaba. Unos vómitos grandes como fuentón. Mamá se preocupaba, la abuela me daba un sermón más largo y aburrido que los del Padre Esteban. Igual yo no dejaba de comer, ni bien se me pasaba volvía a llenarme los bolsillos y a subirme al libustro a comer y a cantar.

Teníamos un baño fuera de la casa, un excusado. Qué palabra excusado. Buen día, señor Excusado. ¿Como amaneció hoy, señor Excusado? Y en ese baño con excusado una vez se me cayó una botita de gamuza, y yo quería tanto esas botitas, así que le pedí a mi abuela que la sacara; a mamá no le dije nada porque se iba a enojar y me iba a pegar, pero la abuela me explicó que era imposible rescatar la botita de ahí abajo y, peor todavía, que aunque pudiera sacarla ya no iba a servir. Yo me puse triste, pero guardé la otra botita de recuerdo. Teníamos también una palangana que estaba bajo la galería, donde me lavaba la cara por las mañanas. No me gustaba porque el jabón me entraba en los ojos y me ardía, por eso yo daba vueltas y no me quería lavar, hasta que mamá se cansaba y me zamarreaba, qué tanta vuelta carajo, me fregaba bien la cara, las orejas, el cuello, todo rápido, rápido, rápido y bien fregado, sin darme tiempo a reaccionar, sin hacer caso de mis gritos, un grito largo que espantaba a los vecinos y a las palomas y se apagaba recién cuando yo ya estaba seco y mamá terminaba de hacerme la raya en el pelo para llevarme a la escuela.

Baltasar contra el olvido

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