Читать книгу Baltasar contra el olvido - Mauricio Koch - Страница 21

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En poco tiempo me quedé solo. Ni cuenta me pude dar de lo rápido que pasó. Mataron a mi mamá, tiempo después se llevaron al Leo al internado y a los pocos meses se murió mi abuela. De tristeza se murió. Yo ahora vivo en la casa de don Iriarte, que desocupó una pieza para mí. En mi casa viven otros, unos que vinieron de Buenos Aires y se metieron sin preguntar. Durante un tiempo estuvo abandonada, pero después vinieron estos porteños que son como marabunta para terminar de arruinarla. Una plaga, los porteños. Los reconocés por dos cosas: por lo agrandados que son para hablar y porque cuando les decís el precio de algo nunca lo quieren pagar. Igual yo ya no la quería a la casa; después que se murió mi abuela no fui más y dejó de importarme. Ahora trato de no pasar por ahí porque me hace mal y porque no quiero ver cómo está, aunque me han dicho que parece tapera.

La cosa es que me quedé solo y no voy a decir qué bueno, aunque por un lado mejor porque ahora los boludos de siempre no me joden tanto con que la puta de tu mamá esto, el opa de tu hermano aquello, ni la gente dice cosas a mi espalda que yo igual las escucho o tarde o temprano me entero.

Al Leo lo internaron en un lugar para chicos como él. El Leo es un pan de Dios, pero en la escuela era un cabeza dura y la vivía haciendo renegar a mamá con las malas notas, siempre a punto de repetir, o repitiendo nomás, pero no por vago sino porque no entendía. Vos le hablás a él, le decís las cosas y él te escucha, sí sí te dice, se da vuelta y hace otra, no lo contrario sino lo primero que se le cruza. Y las maestras no le tenían paciencia. Y así anduvo un tiempo boyando de acá para allá, haciendo las mil y una hasta que una comisión en la que estaba la directora de la escuela y otra gente decidieron que lo mejor para él era que estuviera internado, porque según ellos mi abuela sola no podía, y sobre todo porque hubo algunos que dijeron que estaban cansados. Hasta los dieciocho tiene que estar ahí. A mí me da risa, me acuerdo y me da una risa. Me acuerdo cuando se metía en los negocios y así como entraba manoteaba algo, un alfajor, una torta negra, una naranja y se ponía a comer adelante del dueño; él no tenía conciencia de que eso estaba mal. Tenía hambre y comía. Y siempre andaba con hambre. Los dueños armaban escándalo, ya de lejos lo veían venir y lo sacaban carpiendo. Pero yo sí entendía, y ahora que soy grande con más razón, y a todos esos que tanto lío hacían por un alfajorcito los tengo bien junados, y siempre alguno que otro tiene problemas con la luz, porque de eso nadie está librado, entonces yo le recuerdo a don Iriarte y él se ríe mientras me guiña un ojo.

El Leo es como mi mamá. Yo no porque a lo mejor salí a mi padre, aunque no sé quién es mi padre ni me interesa. Del Leo sí sé; o tampoco sé, porque mi mamá nunca me lo dijo, nomás escuché comentarios por ahí o me lo decían en la escuela o en la cancha los mogólicos de siempre. Del mío parece que no saben porque si no con tal de burlarse también me lo hubieran dicho. ¿Y mamá? Mamá limpiaba casas, hacía mandados, carpía terrenos, lavaba ropa a mano, ayudaba en la cocina. Y siempre con nosotros a cuestas, la piel de Judas, como nos decía. ¿Estaba loca? Un poco tal vez sí, por culpa nuestra. ¿Era retardada? Esa palabra la escuché tantas veces. ¿Tenía problemas? Como todos. ¿Sufría? De eso sí estoy seguro: más de una vez me dijo que cuando ella no estuviera no dejara nunca de cuidar al Leo.

Baltasar contra el olvido

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