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El mensaje de Apocalipsis 1 I. Jesús tiene las “llaves de la muerte”

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Mi madre sufrió muchos años esa enfermedad paralizante que se conoce como mal de Parkinson. Cuando se acercaba su fin, ya no pudo alimentarse a sí misma, y mi padre la visitaba a menudo en el hogar de ancianos donde la estaban atendiendo. Aquella tarde, cuando sonó el teléfono para anunciar que acababa de fallecer, me arrodillé junto a mi cama y leí de nuevo las promesas de Dios acerca de la resurrección. Me consolé con promesas como estas:

“Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y [...] resucitarán” (Juan 5:28, 29).

“Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Cor. 15:22).

“El Señor mismo [...] bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán” (1 Tes. 4:16).

“Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte” (Apoc. 21:4).

¡Cómo me habría gustado que estas promesas se hubieran cumplido en ese momento! Cómo quisiera, mientras escribo estas líneas, que se cumplieran en este instante, antes de que fallezcan otros seres amados.

En la isla de Patmos, solitaria, yerma y rocosa, Juan debió de haber estado embargado por meditaciones semejantes. Habían pasado unos 65 años desde el instante en que Jesús ascendió al cielo en una nube, y los ángeles prometieron que regresaría de la misma manera. En el Sermón Profético, Jesús también había prometido regresar alguna vez. Uno tras otro, los amigos de Juan habían muerto; algunos por causa de la enfermedad o la edad, y otros como consecuencia de las persecuciones. Sus padres, Zebedeo y Salomé, ya habían fallecido. Su hermano Santiago había sido decapitado por causa de Cristo. La madre de Cristo, María, a quien Juan había prodigado sus cuidados después de la crucifixión, evidentemente ya no estaba más con él. Pedro había sido crucificado por causa de Cristo. Pablo, lo mismo que Santiago, había sido decapitado. Del grupo original de los Doce, todos habían desaparecido, menos él. Y a él mismo ya no le quedaba mucho tiempo. ¡Qué pena que Jesús no había regresado! ¿Regresaría alguna vez? ¿Habría realmente una resurrección alguna vez?

¡Cuánto habría dado Juan por poder hablar con Jesús una vez más antes de morir!

Comienza la primera visión de Juan. De pronto, la ensoñación de Juan fue interrumpida. “Una gran voz, como de trompeta” lo sacudió. “Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete Iglesias”, le indicó (Apoc. 1:10, 11).

Sorprendido, mientras su viejo corazón latía vigorosamente, Juan se dio vuelta tan rápidamente como pudo para ver quién le hablaba. Para su asombro, el suelo volcánico de la isla parecía resplandecer. Siete candelabros de oro aparecieron donde momentos antes solo se veían piedras desnudas. Y “en medio de los candeleros” estaba de pie “como un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido el pecho con un ceñidor de oro” (Apoc. 1:13). Sus cabellos eran tan blancos como la nieve, y su rostro y sus pies, lo que no estaba cubierto por su túnica, resplandecía en forma sobrenatural. Era el mismo Ser que Daniel había visto en su ancianidad. (Véase el capítulo 10 de Daniel.) Tal como Daniel, Juan también cayó al suelo como muerto.

Tal como Daniel, Juan también escuchó las palabras llenas de gracia: “No temas”. Al mirar hacia arriba descubrió, a pesar de todo el resplandor, que quien le hablaba era su amado Señor.

Jesús se volvió a presentar a su querido, antiguo y fiel amigo: “Soy yo, el Primero y el Último, el que vive”, le dijo; “estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apoc. 1:17, 18).

De manera que Jesús seguía vivo. Fuera del corto período que medió entre la cruz y su resurrección, él siempre estuvo vivo; y seguirá viviendo por los siglos de los siglos.

Y tiene “las llaves de la muerte”. ¡Claro que sí! Cuando Roma, el imperio más poderoso de la Tierra, lo crucificó y lo puso en una tumba, frente a la cual apostó una guardia de cien hombres, Jesús salió del sepulcro y caminó por entre los guardias de regreso a la vida.

Yo tengo “las llaves de la muerte”. Si Jesús, además de morir, pudo volver a la vida y salir caminando de su propia tumba, no podía caber duda alguna de que ahora era capaz de visitar todas las otras tumbas, para resucitar a sus dormidos ocupantes.

Y Juan, allí, en Patmos, habrá recordado una vez más cómo llamó Jesús gente a la vida aun antes de su propia resurrección. Las palabras de Cristo: “Soy yo [...] el que vive”, se parecían a las que pronunciara mucho antes junto a la tumba de Lázaro.

La muerte y la resurrección de Lázaro. Juan mismo había registrado la historia acerca de Jesús y Lázaro en el capítulo 11 de su Evangelio. Lázaro de Betania había caído enfermo. Sus hermanas, María y Marta, habían enviado un mensajero para que informara a Jesús acerca de su enfermedad, pero no se habían atrevido a pedirle que fuera a Betania a sanarlo. Sabían que Jesús amaba a Lázaro lo suficiente como para acudir sin que se lo pidieran.

Pero cuando Jesús recibió su ansioso mensaje, “permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba” (vers. 6). Recién cuando supo sobrenaturalmente que Lázaro estaba en realidad muerto, comenzó a conducir a sus discípulos en dirección de Betania. Les dio esta explicación: “Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarlo”.

Los discípulos se sorprendieron. “Señor, si duerme”, le replicaron, “se curará”. El sueño sería una señal de que la fiebre había desaparecido y que estaba en camino de recuperar la salud.

Cristo habló con tanta naturalidad acerca de la condición de Lázaro que “ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño”. Pero “Jesús lo había dicho de su muerte”. Entonces les dijo con claridad: “Lázaro ha muerto” (vers. 11-14).

La muerte de su amigo Lázaro no infundió temor en Jesús. Para él, la muerte de un creyente era solo un breve intervalo entre la vida y la Vida; un período apenas un poco más largo que el que media entre el momento de ir a dormir y la mañana siguiente, comparado con la eternidad.

“Lázaro duerme”.

“Lázaro ha muerto”.

“Voy a despertarlo”.

Cuando Jesús, con su comitiva, llegó a Betania dos días después, María y Marta lloraban transidas de una amante incomprensión. En medio de sollozos, ambas le dijeron: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (vers. 21, 32). Una y otra vez brotaron de sus labios estas palabras durante las horas de insomnio que habían transcurrido desde la muerte de Lázaro: “Si Jesús hubiera llegado a tiempo, nuestro hermano estaría todavía vivo”.

Esas mismas palabras vinieron a mi mente con respecto a mi madre y a mis amigos que duermen. Sin duda, Juan en Patmos pensó lo mismo acerca de la muerte de su hermano Santiago y de sus otros seres queridos. ¡Si Jesús hubiera regresado antes!

A las hermanas de Lázaro, Jesús les dijo: “Tu hermano resucitará”.

Marta replicó: “Ya sé [...] que resucitará el último día, en la resurrección” (vers. 24).

Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (vers. 25, 26). Marta no entendió lo que Jesús quiso decir, pero sabía que podía confiar en Quién era. “Sí, Señor”, le contestó, “yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (vers. 27).

Cuando Jesús dijo: “Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”, no quería dar a entender que los creyentes no morirían en ningún sentido. Después de todo, Lázaro había creído en él y, no obstante, había muerto.

Lo que Jesús quiso decir es que la clase de muerte que padecen los cristianos es, a la vista de Dios, solamente un sueño; porque cuando el Señor lo disponga, el cristiano despertará para vida eterna. Y la promesa de vida eterna en Cristo es tan sólida, tan cierta, que es como si nuestra vida eterna comenzara aquí y ahora, y como si la muerte solo fuera un descanso un poco más largo que lo común.

Y Jesús lloró. Pero aun cuando la muerte de sus amigos no horrorizaba a Jesús, el relato nos dice que junto a la tumba de Lázaro “Jesús se echó a llorar” (vers. 35). No negamos nuestra fe cuando lloramos al morir nuestros amados; a veces lloramos incluso cuando solo se van de viaje. El amor nos incita a llorar por la gente que echamos de menos, y “el amor es de Dios (1 Juan 4:13). Los empresarios de pompas fúnebres confirman la observación de que los creyentes y los incrédulos lamentan la muerte de sus amados en forma muy diferente.

Pero Jesús no lloró mucho tiempo. Lázaro había sido sepultado en una pequeña cueva cuya puerta había sido tapada por una piedra de forma circular. Pronto Jesús iba a ser sepultado en un sitio parecido. (Puesto que eran caras, estas tumbas no eran comunes; pero mis colegas de la universidad descubrieron hace poco dos en una región al este del Jordán37, y se sabe de algunas otras descubiertas en otros lugares.)

Jesús ocupó su lugar entre los deudos frente a la entrada de la tumba, y pidió a alguien que hiciera rodar la piedra. Para ese entonces, Lázaro había estado muerto por espacio de cuatro días. Cuando el sol de Palestina irrumpió a través de la abertura, el cadáver envuelto en lienzos, ubicado en su lugar, se convirtió en el foco de la atención de todos. Los ancianos lo contemplaban solemnemente, conscientes de que muy pronto ellos mismos serían amortajados de la misma manera. Los chicos lo observaban, mientras hacían nerviosos comentarios jocosos acerca de cuán fantasmal se veía. María y Marta lo miraban muy seriamente, todavía con deseos de que Jesús hubiese llegado más pronto.

Entonces Jesús pronunció estas palabras sencillas, pero revitalizadoras: “¡Lázaro, sal fuera!” Inmediatamente, el cadáver que estaba en la tumba comenzó a manifestar vida. Resucitado, Lázaro afirmó bien sus pies en el suelo, se enderezó y salió a reunirse con sus amigos. (Véase Juan 11:43 y 44.)

¡Cuántos abrazos, y lágrimas y risas!

El mensaje de Capernaum. Sí, el creyente muere, en cierto modo; pero en otro sentido, tiene vida eterna aquí y ahora. En la sinagoga de Capernaum, poco antes de la resurrección de Lázaro, Jesús dijo a la congregación: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y que yo lo resucite el último día”. “En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna” (Juan 6:40, 47).

El que cree, tiene vida eterna.

Y yo lo resucitaré en el último día.

Si creemos en Jesús, tenemos vida eterna ahora, comparado con la eternidad como una promesa viva y segura. Cristo es vida; y si tenemos a Cristo, tenemos vida. “Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida” (1 Juan 5:12). Pero necesitamos que se nos resucite en el último día, para que la promesa se cumpla en la realidad. Si no fuera así, no habría necesidad de resurrección.

“Lázaro duerme”.

“Lázaro ha muerto”.

“¡Lázaro, sal fuera!”

Jesús es, a la vez, la Resurrección y la Vida. Nuestra vida en él es eterna, no porque nunca vayamos a dormir, sino porque a pesar de caer dormidos y después de haber dormido, seremos resucitados por Jesús en su segunda venida en el último día.

“El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar” (1 Tes. 4:16).

La resurrección de Jesús mismo. “Estuve muerto”, dijo Jesús a Juan en la isla de Patmos, “pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apoc. 1:18).

La muerte y la resurrección de Cristo son nuestra evidencia, nuestra garantía, de que él verdaderamente ha vencido la muerte. Los turistas se detienen admirados junto a las tumbas de Abrahán Lincoln, Napoleón Bonaparte y Simón Bolívar; pero miles de cristianos viajan cada año a Palestina para maravillarse ante la tumba vacía de Cristo. “No está aquí, ha resucitado” (Mat. 28:6) es el grito de triunfo que se eleva cada vez que en Semana Santa se celebra el Día de la Resurrección.

Cada una de nuestras esperanzas está implícita en la magnífica realidad de esa resurrección. “Si Cristo no resucitó”, razonaba Pablo con firmeza, “vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres!” (1 Cor. 15:17-19).

Pablo, por así decirlo, apostó todo a la resurrección. Y lo hizo con toda confianza. Sabía que Cristo había resucitado. Algunas personas que conocía muy bien habían sido testigos de ello. “Se apareció a Cefas [Pedro]”, afirmó Pablo, “y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte [unos 25 años después] vive”, añadió, “y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término”, insistió con incontestable convicción, “se me apareció también a mí” (1 Cor. 15:5-8).

En varias de las ocasiones que Pablo menciona, Juan estuvo presente y vio a Jesús. Y ahora tenía el maravilloso privilegio de verlo de nuevo, en su ancianidad, en la isla de Patmos.

Juan lo oyó decir: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades”.

Un día, muy pronto, Jesús usará esa llave para abrir las tumbas de todo hombre y toda mujer, de todo niño y toda niña que haya dormido “en él”. Yo creo que mi madre se encontrará entre ellos.

¡Esta seguridad es parte de la Revelación de Jesucristo!

Apocalipsis

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